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La posición constitucional de nuestro Tribunal Supremo

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La promulgación de la Constitución a finales de 1978 sentaba las bases jurídicas de un sistema democrático. Ello suponía, como ya apuntara Xiol Ríos, la ruptura con el régimen anterior llevada a cabo mediante procedimientos reformistas respetuosos con las formas jurídicas y con la apariencia de continuidad constitucional. Así, respecto de la Administración de Justicia el mantenimiento en la mayoría de las formas liberales envolvía una profunda modificación de la función jurisdiccional.

Por una parte, la división de poderes se afirmaba mediante la creación de un órgano constitucional, el Consejo General del Poder Judicial, encaminado a garantizar la independencia judicial y asumir las funciones de gobierno del Poder Judicial. Y, por otra, se ordenó la supresión de los tribunales especiales y se proclamó la unidad de la carrera judicial.

El constituyente era consciente del papel capital que correspondía al Tribunal Supremo en el nuevo sistema judicial. Este papel, al igual que el de la Administración de Justicia en su conjunto, no era determinante en el nacimiento del nuevo sistema constitucional, pero sí para el mantenimiento del Estado de Derecho y de los valores de justicia, igualdad y pluralismo en que éste se asienta.

El constituyente se abstuvo de configurar al Tribunal Supremo como uno de los órganos constitucionales en que se fundaba el entramado del nuevo sistema político. Por el contrario, optó, como señala González Rivas, por la técnica de la garantía institucional. Ésta consistía en asegurar el núcleo de una institución, tal y como es entendida en el contexto de un determinado sistema social y político, defiriendo su regulación concreta al poder legislativo y permitiendo una mayor flexibilidad y capacidad evolutiva.

La garantía constitucional de una jurisdicción ordinaria suprema se formuló ateniéndose a la tradición histórica del Tribunal Supremo y su definición actual en la Constitución se presentaba con carácter claramente descriptivo. Así, subraya el elemento que había caracterizado a dicho Tribunal, tanto en la tradición liberal de los Tribunales de casación como en el periodo de neutralización del poder de la jurisdicción, con la nota de supremacía (preeminencia y superioridad jerárquica). Dicha nota, como añade nuevamente Xiol Ríos, aparecía resaltada en la designación del órgano como supremo y en las referencias deferentes a éste como Alto Tribunal. Esta garantía institucional obliga a asignarle, cuando menos, la competencia connatural a un Tribunal Supremo estatal que tiene carácter único y permeable a los ordenamientos autonómicos y que explica su existencia por la necesidad de garantizar la unidad de doctrina en la aplicación de la Ley del Estado.

Desde este marco, siguiendo a Xiol, el reconocimiento institucional por la Constitución supone atribuir al Tribunal Supremo un papel de garantía de la unidad de acción del Poder Judicial en su conjunto y de la unidad del ordenamiento jurídico estatal frente a la diversidad territorial y la consiguiente existencia de subconjuntos ordinamentales que comporta el Estado Autonómico.

Solo en casos excepcionales la Constitución atribuye directamente una función al Tribunal Supremo (enjuiciamiento penal de miembros de altos órganos del Estado). Sin embargo, la nota de preeminencia o supremacía permite entender que el Tribunal Supremo está en una relación que puede calificarse de antonomástica o paradigmática con las funciones reconocidas en la Constitución al Poder Judicial de modo más específico.

Así sucede con toda una serie de funciones y cuya interpretación exige en ocasiones poner en relación el texto constitucional con el contexto ordinario que explica su sentido: tutela ordinaria de los derechos fundamentales previa al recurso de amparo; control indirecto de la constitucionalidad de las leyes mediante el planteamiento de la cuestión de constitucionalidad; control de los reglamentos; control de la responsabilidad patrimonial de la Administración; control de su actividad discrecional; funcionamiento anormal de la Administración de Justicia; enjuiciamiento de las funciones del gobierno del Poder Judicial; etc.

Ahora bien, tanto la Ley Orgánica del Poder Judicial como las Leyes reguladoras y sustantivas de los distintos procesos han ido desarrollando y articulando el reconocimiento de estas funciones. Este desarrollo se ha hecho, como dice Xiol Ríos, con la fidelidad a la idea de que la supremacía del Tribunal Supremo, constitucionalmente garantizada, impone reconocerle una posición de preeminencia jurisdiccional en cada una de las materias, aunque no necesariamente mediante una función casacional, sino también de unificación de doctrina o en interés de la Ley y el reconocimiento de competencias en única instancia.

Referida la supremacía a la legalidad ordinaria, en cuya interpretación garantiza la seguridad jurídica, la igualdad en la aplicación de la Ley y la unidad del Poder Judicial, en virtud de la eficacia de la doctrina sentada en sus sentencias interpretando y aplicando la Ley, la costumbre y los principios generales del derecho, doctrina que cuando es establecida de modo reiterado tiene el carácter de complemento del ordenamiento jurídico, es decir, de las fuentes de las que éste nace, su actuación jurisdiccional establece un marco, como señala Aparicio Gallego, de certeza en cuanto al contenido del derecho y su aplicación y, en su consecuencia, garantiza la igualdad en la aplicación de la Ley y la seguridad jurídica al establecer la confianza en la aplicación judicial uniforme del derecho.

Por tanto, cabría afirmar, como sostiene Sieira Miguez, que el Tribunal Supremo es un órgano jurisdiccional más, pero no es como los demás órganos jurisdiccionales, al ser la cúpula del sistema de impugnaciones y máximo responsable de la unidad de interpretación jurisdiccional del Derecho nacional.

Dicho lo cual, como ya indicara Trillo Torres durante unas Jornadas celebradas con motivo del XXV aniversario de nuestra Constitución, con el paso del tiempo ha ido quedando una línea histórica de más de doscientos años marcada por la permanencia ininterrumpida que atraviesa Constituciones y sistemas políticos de muy distinta índole y que va ampliando los cometidos del Tribunal Supremo, a medida que la sociedad va necesitando nuevas herramientas jurídicas hasta que la actual Constitución le ha reconocido de nuevo su tradicional posición de supremacía jurisdiccional y ubicándolo junto a dos nuevas instituciones que completan el sistema: el Consejo General del Poder Judicial y el Tribunal Constitucional.

Con relación a la primera no se ha suscitado especiales problemas en cuanto a sus funciones en el organigrama constitucional, pues en nada afecta la supremacía del Tribunal Supremo y a su caracterización como cúpula del Poder Judicial. De ahí, que la instauración del Consejo General del Poder Judicial no haya afectado a la tradición del Tribunal Supremo como superior interprete de la totalidad del ordenamiento jurídico.

Y respecto de la segunda, la posición dominante entiende que no sería constitucionalmente posible la supresión íntegra del recurso de amparo, a la vista de los preceptos de la Constitución, pero sí someterlo a unos límites estrictos que impidan al Tribunal Constitucional entrar en terrenos que le son ajenos, disminuyendo las potestades propias y exclusivas de los Jueces y Tribunales, de modo que mediante las pertinentes regulaciones se eviten o disminuyan sustancialmente los desajustes que puedan producirse entre la jurisdicción que ejerce y la que corresponde constitucionalmente al Poder Judicial.

El Tribunal Constitucional ha ido penetrando con intensidad creciente en la función jurisdiccional ordinaria mediante sucesivas aperturas de su jurisdicción que han producido un efecto netamente positivo, convirtiéndose así en un elemento del ordenamiento jurídico que no pueden prescindir los tribunales ordinarios.

Ahora bien, estas aperturas de la jurisdicción constitucional al proceso ordinario han sido percibidas, en ocasiones, como perturbaciones de la función judicial. Esta percepción tiene mayor fundamento cuando el Tribunal Constitucional ha incurrido, como sostiene Bustos Pueche, en aparentes excesos de jurisdicción que han penalizado al Tribunal Supremo registrando episodios conflictivos en lo que ha venido a llamarse “la guerra de las Cortes”, de la cual ya nos hablaba Serra Cristóbal, reflejada y fundada en la lucha por la preeminencia ajena al propio sistema constitucional y de lo que se espera una situación de equilibrio dinámico entre uno y otro Tribunal para conseguir los fines del Estado de Derecho y evitar que la función de juzgar sea permeable a valores y principios contrarios y se abandone su objeto de protección de los derechos y libertades.

Con independencia del problema suscitado en su relación con el Tribunal de garantías debemos destacar, en palabras de Trillo Torres, que la función principal y más definitoria de nuestro Tribunal Supremo es su tarea de órgano unificador con plenitud jurisdiccional en la interpretación del ordenamiento jurídico, garantizando los fines y principios constitucionales de igualdad y de seguridad jurídica, cuya doctrina unificada expresada en su jurisprudencia será vinculante para todos los Juzgados y Tribunales, al ser la cúpula del Poder Judicial, con plenitud jurisdiccional en la aplicación de la totalidad del ordenamiento jurídico, ordinario y constitucional.