Un código de conducta para el TC
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La prosperidad de un país no depende de la exuberancia de sus recursos, de una geografía afortunada, ni de su clima y menos de la suerte. Los economistas Daren Acemoglu, James Robinson y Simon Johnson han mostrado que lo que determina el éxito de un Estado es mantener una elevada calidad de sus instituciones políticas y que un funcionamiento deficiente o con corrupción del Estado de derecho es lo que determina la ruina y el fracaso de las naciones. Esas teorías, que los dos primeros han expuesto en un libro de éxito (2012), traducido al español, han merecido que se les conceda el premio Nobel de Economía del año 2024. Nadie había sostenido hasta ahora la relación que existe entre mantener la calidad y el funcionamiento honesto de las instituciones públicas de un Estado y el círculo virtuoso de su prosperidad y de su riqueza económica. El legislativo, el gobierno y un poder judicial independiente han vertebrado la estructura necesaria en todas las democracias, lo que se remonta en España a nuestro siglo XIX, pero la institución pública que ha tenido mayor éxito, desde que se inventó en 1928, ha sido el Tribunal Constitucional. En los últimos 35 años su modelo se ha expandido por todo el mundo como un auténtico lujo institucional, diseñado para asegurar el respeto del legislador a la Constitución como garantía de equilibrio en cualquier Estado de derecho y, si se sigue una invención española, obtener el amparo para las libertades de los ciudadanos. No ha sido fácil incluir ese nuevo Tribunal Constitucional, aunque haya entrado con una fuerza extraordinaria entre las instituciones políticas, en el complejo entramado de las demás instituciones democráticas tradicionales, de forma que su buen funcionamiento contribuya a crear el éxito y la riqueza de las naciones que lo han adoptado. Los miembros de los tribunales constitucionales han de ser juristas y no pueden actuar como una tercera cámara, en la que se prosiga el debate político mediante personas interpuestas. Si así ocurriese, la decisión de un tribunal que se oriente en sus decisiones en favor de una mayoría política no tendría otra utilidad que engañar con cinismo a la opinión pública; si se inclinase en contra de esa mayoría quizá tendría una utilidad clara, pero carecería de cualquier legitimidad democrática. Los miembros de un Tribunal Constitucional no son grupo ni tropa ni actúan en facciones, como ha escrito con brillantez el italiano Gustavo Zagrebelsky. La trascendencia social y política evidente de sus funciones sitúa a los tribunales constitucionales en una posición institucional muy elevada, aunque no lo pueden todo. Nuestra Constitución, por ejemplo, está ya votada y aprobada desde 1978 y aunque el Tribunal Constitucional es su máximo intérprete, no es el oráculo de la Constitución. Está subordinado a ella y en consecuencia actúa siempre en una posición de clara inferioridad. Una sentencia del Tribunal Constitucional, aunque se dicte por unanimidad del colegio de sus doce magistrados, nunca puede modificar la Constitución. La imparcialidad, neutralidad, integridad e independencia de los jueces constitucionales debe despertar la máxima confianza en la opinión pública, en clara semejanza con lo que se exige al poder judicial independiente. Aunque en algunos casos, como en el de España, el Tribunal Constitucional no forma parte de la estructura del poder judicial se le asemeja mucho en su funcionamiento y por ello debe cuidar de sus apariencias, como lo hace cualquier otro tribunal o el propio Tribunal Supremo, que sí es poder judicial. Las decisiones de un Tribunal Constitucional deben ser siempre previsibles, como lo es la misma Constitución. En su libro 'Parva memoria' (2022), Francisco Pérez de los Cobos, expresidente de un Tribunal Constitucional que alcanzó la unanimidad en muchas decisiones dictadas durante su mandato, afirma, en aforismo certero, que «un Alto Tribunal no debiera ser nunca una sorpresa al final del camino». La exigencia más importante que debe respetar una institución que siga el modelo de Tribunal Constitucional es, sin duda, la de su imparcialidad, que está muy cuidada en las Constituciones y en la normativa que las regula en cada Estado. Esta realidad no es suficiente en la práctica ya que además de las normas externas su virtud depende de la conciencia individual de sus integrantes y debe verse reflejada tanto en el comportamiento cotidiano de éstos como en la apariencia de imparcialidad que ese comportamiento debe despertar en la opinión pública. Consciente de esa necesidad compleja, el Tribunal Constitucional alemán, uno de los más prestigiosos del mundo, ha aprobado un código interno de normas de conducta ('Verhaltenleitslinien') que expresa lo que es exigible éticamente a los miembros del Tribunal Federal tanto durante su mandato como después de él. Esas normas se actualizan en forma constante, para lo que los jueces se reúnen periódicamente en un plenario en el que examinan las cuestiones de comportamiento propias de su cargo, la validez de las directrices éticas ya existentes y su posible desarrollo ulterior. La discreción en el trabajo, guardar confidencialidad durante deliberaciones que siempre son larguísimas, disponibilidad y presencia personal constante en el tribunal, así como el cumplimiento exacto de sus tareas judiciales figuran en el contenido de esas normas internas de conducta. Destaca la previsión de que cuando existan remuneraciones aisladas por trabajo no judicial –como publicaciones científicas, conferencias, discursos u otras participaciones en eventos y viajes asociados, admisible cuando no perjudique la reputación del tribunal alemán ni ponga en duda la neutralidad e integridad de sus miembros– deben ser publicadas año por año, para cada juez y en detalle, en la página 'web' del propio Tribunal Constitucional Federal. Después de concluido su mandato las normas de conducta exigen que los jueces mantengan la moderación y discreción en sus declaraciones y en su comportamiento. Este modelo de código ético interno también se defiende ya en Estados Unidos para su Tribunal Supremo. Es el traslado a las máximas instituciones políticas de la idea del 'corporate compliance' de la empresa privada, lo que muestra el acierto de los tres profesores premiados en el último Nobel de Economía.