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Y los visigodos llegaron a un mundo en ruinas

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En sociedades que dependían en buena parte de su producción agrícola y ganadera, en una economía que apenas superaba la subsistencia de forma general, las alteraciones que pusieran en riesgo las cosechas eran terribles. A ello se sumaban otras consecuencias aún menos deseadas.

Algunos autores han señalado que, incluso en épocas de bonanza climática, si bien las hambrunas eran raras, los años de carestía eran frecuentes y podían suponer pérdidas de cosechas enteras de ciertos cereales cada lustro. Los rendimientos en épocas frías tampoco eran boyantes; algunos estudios en Francia dan, para el siglo IX y en los dominios reales (las mejores tierras), unos rendimientos del cereal entre el 1,6 y el 2,2 de media. Eso significaba que cualquier pérdida comprometía la subsistencia y la cosecha del año siguiente.

En contraste con el óptimo climático romano, la época de la Alta Edad Media fue un periodo de bajada de temperaturas, pero también de aridez y catástrofes. Cosechas arruinadas, a la vez, por el granizo, la sequía y las inundaciones temporales que luego apenas dejaban agua. A esto hay que añadir las alteraciones que se causaban en los ecosistemas. Los ciclos naturales de los animales también se veían afectados por las temperaturas. Así, estos años estuvieron marcados por otros peligros, como las plagas de langosta y la peste.

La langosta fue un enorme problema. Acuciadas por las sequías y la agricultura extensiva (forzada por los escasos rendimientos), se agrupaban en enormes grupos migratorios y salían de las conocidas como “zonas de reserva”. Gregorio de Tours nos habla de una plaga que arrasó cinco años, sobre el 578, el centro peninsular, moviéndose por la Carpetania y las zonas cercanas y arrasando todo lo que había a su paso, en una nube que podía alcanzar los 220 por 150 km. No era algo único de este territorio y solía provocar reacciones en cadena. En Edesa, por ejemplo, en el 500 una plaga de langosta destruyó las cosechas y forzó a la población a intentar subsistir en las ciudades. El hacinamiento provocó un brote de peste (quizás viruela) que arrasó la ciudad. Los factores se encadenaban y los más pobres siempre eran los más perjudicados y ni la Iglesia ni las autoridades podían gestionar, para su desesperación, las montañas de cadáveres que se apilaban en las calles.

Casi peor eran las enfermedades, que se vieron favorecidas por la bajada de temperaturas. La llamada “peste de Justiniano”, que hoy sabemos que fue ya peste negra, asoló el imperio no solo a mediados del siglo VI, sino en sucesivas oleadas hasta el siglo VIII. Poco sabemos de estas oleadas, salvo por lo que nos cuentan las fuentes y la epigrafía. Sabemos que a Hispania en el 609 y en el 693, por un epitafio y las narraciones de la Crónica mozárabe de 754, pero también que debió haber otra sobre el 585 ya que Gregorio de Tours habla de la peste en las Galias, pero el brote se inicia por un barco que venía de Hispania. Otras muchas oleadas se nos escapan.

Otra de estas oleadas arrasó el territorio peninsular entre el 707 y el 709, causando una mortandad enorme. Las cifras de que acabó con la mitad de la población parecen exageradas, pero podemos suponer un tercio tranquilamente. Sin pistas sobre cómo se transmitían, ni capacidad para tratarlas, ni un sistema inmune acostumbrado y con una tasa de mortalidad que iba del 50 al 90% dependiendo de la variedad, estas epidemias de peste negra resultaban terroríficas. Así mismo, esta enfermedad no desplazó, sino que se sumó a las ya conocidas, como la malaria o la viruela.

En este contexto, las ciudades se debilitaron y disminuyeron, el sistema romano y el comerció también se fue desarticulando, aunque no desapareció y los gobiernos funcionaron en una escala mucho más local. También condujo a la roturación y ocupación de nuevas tierras, en un intento de paliar las pérdidas y malos rendimientos, como las colonizaciones monásticas en el Bierzo. Mientras la población jugaba a un “susto o muerte” macabro con la existencia, nuevas formas de organización y nuevos poderes, más adaptados a lidiar con la sequía, se abrían paso, como el poder islámico en Oriente. En el siglo VIII el ejército musulmán llegaría a una Península arrasada por la peste, el hambre y las catástrofes climáticas que había mermado enormemente la capacidad de reacción del reino visigodo, facilitando la conquista. Aun así, el clima no perdona y, aunque ya libres de las oleadas de peste negra, tendrían que afrontar poco después nuevos periodos de aridez que derivarían en problemas internos. Nadie dijo que la vida fuera fácil.

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