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¿Beberemos del cáliz?

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Meditación para el Domingo XXIX del Tiempo Ordinario

¿Cómo recibimos hoy la enseñanza de Cristo sobre el servicio? ¿Es posible seguirle cuando nos llama no al poder, sino a la humildad radical? El Salvador hoy no solo habla de servir, sino de ser esclavo de todos. Nos pone así frente a una disyuntiva: Seguir los caminos de los hombres, llenos de ambición y autosuficiencia, o abrazar el cáliz la abnegación y el ofrecimiento de lo que somos. Leamos y meditemos:

«En aquel tiempo, se acercaron a Jesús los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, y le dijeron: “Maestro, queremos que hagas lo que te vamos a pedir”. Les preguntó: “¿Qué queréis que haga por vosotros?” Contestaron: “Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda”. Jesús replicó: “No sabéis lo que pedís, ¿sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber, o de bautizaros con el bautismo con que yo me voy a bautizar?” Contestaron: “Lo somos”. Jesús les dijo: “El cáliz que yo voy a beber lo beberéis, y os bautizaréis con el bautismo con que yo me voy a bautizar, pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo; está ya reservado”. Los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra Santiago y Juan. Jesús, reuniéndolos, les dijo: “Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. Vosotros, nada de eso: el que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. Porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos”» (Marcos 10, 35-45).

Santiago y Juan piden sentarse en los lugares de honor en el Reino de Cristo. ¿No nos vemos reflejados en esta petición? ¿Qué tanto buscamos el prestigio, el reconocimiento de nuestros méritos y la gloria personal? Jesús responde a sus discípulos: «No sabéis lo que pedís». Y entonces les habla de beber del cáliz, símbolo del sacrificio y la entrega total. Es decir, para el que vino a salvarnos no hay trono, sino la cruz; no hay gloria mundana, sino negación de sí mismo. ¿Somos capaces de beber este cáliz, o preferimos una vida cómoda, llena de seguridades mundanas?

Cristo enseña que el camino hacia la grandeza no es la ambición, sino el servicio. La grandeza en el Reino de Dios es medirse en términos de entrega y sacrificio por los demás. El verbo griego «diakonein» expresa dicho servicio como una acción dinámica, llena de generosidad y valentía. Ha sido Cristo el que ha realizado el mayor servicio de amor por la humanidad, cargando él mismo con el peso de nuestras culpas, restaurándonos y abriéndonos el camino a la eternidad. Por eso una santa como Teresa de Jesús llegó a afirmar jubilosa: «Con tan buen capitán, que se puso primero en el padecer, todo se puede sufrir. Él ayuda y da esfuerzo, nunca falta, es amigo verdadero». 

Cuando Cristo pregunta si somos capaces de beber el cáliz, no lo hace para disuadirnos, sino para revelarnos el camino hacia la plenitud. La cruz, que para el mundo es signo de derrota, por Cristo se convierte en el trono desde el cual reina sobre todas las cosas. Es este un camino misterioso y sublime, poco reconocible para quien se mueve solo por criterios mundanos. Por eso enseña san Juan de la Cruz: «Para venir a lo que no sabes, has de ir por donde no sabes». ¿Estaremos dispuestos a seguir esa desconocida senda, que nos llama a dejar nuestras comodidades y asumir el riesgo del servicio radical?

Cristo nos enseña con su propia vida que servir no es una opción para el cristiano, sino su esencia. Como el mismo san Pablo lo expresa: «Él se anonadó a sí mismo, tomando la forma de esclavo». Este hacernos “esclavos” va más allá de la mera ayuda ocasional. Es un compromiso total, una entrega sin reservas. En este sentido, la Eucaristía, donde recibimos a Cristo que se entrega en su Cuerpo y Sangre, es la actualización constante de su «diakonein», desde donde nos salva y nos nutre desde lo más profundo.

Todo esto nos lleva a centrarnos sobre el tema de la abnegación y el propio sacrificio. Esta capacidad, que ha sido el estandarte de los grandes cristianos y sobre la que se han forjado las grandes conquistas de la humanidad, hoy parece desvanecerse en una sociedad que idolatra el confort y los éxitos inmediatos. Sin embargo, la ab-negación, el negarse a sí mismo por amor, no es solo una opción, sino una virtud cristiana esencial. Es el motor de un amor acrisolado y bien tasado. Los grandes santos y maestros de la fe así nos lo han enseñado, siempre con la mirada puesta en la mayor de todas las conquistas: El reinado de Cristo. Por él, abandonamos nuestros intereses parciales para abrazar la cruz, y al hacerlo, descubrimos que no hay victoria sin renuncia, ni gloria sin dolor. De hecho, la recíproca negación de sí mismo por amor al otro es la clave de una vida matrimonial duradera y feliz, que se prolonga en una familia donde los hijos crecen integralmente. También es el secreto de la fecundidad apostólica de las congregaciones religiosas, de las parroquias y de toda comunidad cristiana. Por eso, en un contexto que rehúye el esfuerzo y busca solo lo fácil, es urgente recordar que la abnegación no nos disminuye, sino que nos eleva. Cada renuncia, cada pequeño o gran sacrificio hecho por amor a Dios y a los demás, es una semilla de eternidad que no deja de dar frutos. Hoy, más que nunca, debemos redescubrir este valor como el único camino que hacia la verdadera grandeza.

El sacrificio cristiano no es la anulación de nuestra persona, sino el llenar esta de su verdadero valor. La verdadera gloria no se mide por los aplausos del mundo, sino por la el gozo del silencio. No por la autocomplacencia, sino por el descanso en la voluntad de Dios. Que hoy, al acercarnos al altar, signo del sacrificio de Cristo, pidamos la gracia de vivir en esa entrega de nosotros mismos, siguiendo el ejemplo del Hijo de Dios, que no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos.