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Prepublicación del nuevo libro de Juan Eslava Galán: 'Historia de Roma contada para escépticos'

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Hay pocos temas históricos universales con tanto interés bibliográfico o cinematográfico como la unión de los pueblos itálicos bajo la hegemonía del Imperio romano. Del mito fundacional de Rómulo y Remo hasta la disolución del imperio, esta 'Historia de Roma contada para escépticos' reúne todos los ingredientes para convertirse en uno de los libros más exitosos de Juan Eslava Galán. Con la maestría que le caracteriza, Eslava no se limita a la narración cronológica de hechos históricos. Su objetivo es entretener, y para eso dota al relato de personajes ficticios que se mezclan con los emperadores, los soldados, las mujeres, los patricios y los gladiadores reales de la antigua Roma. Por supuesto, como marca de autor, no faltan los enredos de amor, las borracheras, y las motivaciones de poder o de sexo de unos personajes que, al final y por encima de todo, se mueven por pasiones humanas.

A continuación, les mostramos al completo 'Atila y su caballo herbicida':

La aterrorizada población romana ignoraba que lo peor estaba por llegar. Los germanos que ocupaban sus provincias se habían civilizado algo en su prolongado contacto con Roma, pero los que llegaban detrás, los hunos de las estepas asiáticas, venían completamente asilvestrados.

El jefe huno más famoso, Atila (395-453), puso en jaque tanto a los latinos de Roma como a los griegos de Constantinopla:

«Los hunos conquistaron más de cien ciudades, los pobladores de Constantinopla huyeron y los bárbaros mataron a tantos que era imposible contar los muertos. ¡No respetaron iglesias ni monasterios, la de monjes y doncellas que degollaron...!».

Los cronistas transmiten una imagen negativa de Atila: «Bajo, robusto, las piernas arqueadas de cabalgar, cabezón, ojos hundidos, nariz chata, barba rala, irritable, irascible».

Prisco, embajador de Roma ante Atila, cuenta: «Prepararon para nosotros una opípara comida servida en vajilla de plata, pe- ro Atila no comió más que carne en un plato de madera. En todo lo demás se mostró también templado; su copa era de madera, mientras que al resto nos sirvieron en cálices de oro y plata. Atila vestía con sencillez y de lo único que alardeaba era de limpieza. La espada que llevaba al costado, los lazos de sus zapatos escitas y la brida de su caballo carecían de adornos, a diferencia de los otros escitas, que llevan oro o gemas o cualquier otra cosa preciosa».

Esa sencillez, ¿no sería un ardid para impresionar a los enviados de Roma, que esperaban encontrar a un bárbaro enjoyado con el producto de sus rapiñas?

Durante ocho años, Atila saqueó a voluntad el antiguo Imperio romano. Incluso llegó a las puertas de Roma y de Constantinopla, aunque no intentó tomarlas. El escéptico lector hará bien en dar por falsa la noticia de que cuando se presentó ante Roma al frente de sus tropas, el año 452, el papa León I le salió al encuentro, rodeado de un valeroso grupo de clérigos que entonaban latines, y solamente con la santidad que emanaba de su persona inclinó al bárbaro a respetar la ciudad.

Roma era un hueso demasiado duro de roer para un ejército debilitado por una larga campaña y muy mermado a causa de una reciente epidemia (recuerden que los microbios son, junto con la desordenada codicia de los bienes ajenos, el gran motor de la historia). A ello habría que añadir que Atila, hombre sensato, aceptaba rescates por las ciudades que respetaba.

Los dos emperadores (el de Roma y el de Constantinopla) y no se sabe cuánta gente más, respiraron tranquilos cuando supieron que el tremendo rey de los hunos, el «azote de Dios» del que se decía que donde pisaba su caballo no volvía a crecer la hierba, había muerto prematuramente, a los cuarenta y pico años de edad. Una muerte inesperada, por cierto, a causa, según se dijo, de un percance sufrido en su noche de bodas.

Después de estos cataclismos, el Imperio Romano de Occidente quedaría finalmente dividido en tres reinos bárbaros: los francos en Francia; los visigodos en España y los ostrogodos en Italia.

Los vándalos, por su parte, conquistaron las provincias romanas de África (todo el Magreb) y acabaron estableciéndose en la antigua Cartago (actual Túnez), desde la que se dedicaron a la piratería en el Mediterráneo y hasta intentaron conquistar Italia. El Imperio Romano de Occidente (el latino) no sobrevivió a los bárbaros. En 476, el hérulo Odoacro depuso al último emperador, Rómulo Augústulo, y despreciando el título de emperador (tan desprestigiado estaba) envió las insignias de su dignidad a Constantinopla y se proclamó rey de Italia.

Al Imperio de Oriente, también conocido por Bizancio, le cupo mejor suerte. Más ricos y mejor defendidos por la geografía, los bizantinos lograron resistir a los bárbaros (a veces desviándolos hacia Occidente, contra sus hermanos latinos, los muy cabrones) y se las arreglaron para sobrevivir durante mil años más antes de sucumbir ante otra clase de bárbaros, los turcos, en 1453.

El Imperio de Oriente, con el emporio comercial de Constantinopla y sus ricas y pobladas provincias de Asia Menor, Egipto y Siria, había heredado lo mejor del Imperio de los césares: el derecho y la administración romanos, el idioma y la civilización griegos y una tradición de intercambios culturales con la otra gran civilización del momento, la Persia sasánida, e incluso con el Extremo Oriente, a través de la ruta de las caravanas.

Consciente heredera de Roma, Bizancio se regía por un emperador divinizado (aunque cristiano) que elegía a un sucesor de su familia (que recibía el título de césar). Iglesia y Estado, emperador y patriarca, formaban una unidad indisoluble y la práctica de la fe, la «ortodoxia», era el sentimiento nacional predominante.