A las personas hay que respetarlas siempre
En el año 2022, en medio de una lluvia de publicaciones sobre el recién iniciado ataque ruso a Ucrania, varios de mis estudiantes de entonces celebraron el acto, justificando que respondía a la protección de la población rusa, que era discriminada en ciertas zonas, y a la defensa de los territorios separatistas.
Al profundizar en el análisis, que incluía la muerte de cientos de ucranianos, se mantenían inconmovibles. Sobra decir que lo mismo ocurre cada vez que sale a relucir el ataque que el grupo terrorista Hamás llevó a cabo hace un año contra la población israelí, durante el cual mató a 1.200 personas, violó a cientos y secuestró a 250. Su postura a favor de “Palestina” y su animadversión hacia Israel me impactan.
Desde entonces, suelo hacerles una pregunta. La cuestión no es ociosa y tiene implicaciones éticas: ¿en qué se diferencia quien apoya el ajusticiamiento de israelíes y ucranianos de quien apoya el de palestinos y rusos? Si la respuesta fuera que sí existe diferencia, tendríamos que aceptar la existencia de una clase de seres humanos con el derecho de dañar a otros, que, por su parte, serían el grupo que lo merece.
A las personas hay que respetarlas siempre. Otra cosa son sus opiniones, porque no todas son respetables ni, muchísimo menos, asegura la filósofa española Adela Cortina, dejándonos con un tremendo encargo.
Su propuesta se relaciona con las preguntas que me hicieron en las redes acerca de mi artículo anterior: ¿Cómo tratar a quienes piensan distinto? ¿Qué hacer con la gente que tiene pareceres que fomentan la violencia? Pues respetarlas, diría Cortina, pero argumentando en contra de sus ideas.
A la gente se le contradice, para lo cual es necesario escuchar atentamente y hacer a un lado la maleza en la que se encuentra inmersa nuestra opinión negativa sobre alguien, sin haber tenido ninguna experiencia real que la justifique. ¿Y cuando sí la hemos tenido? Igual, simplemente se deben rebatir sus opiniones.
En ninguna circunstancia debemos permitirnos atacar a la persona con ofensas o con actos que busquen dañar su integridad, como resulta tan usual hoy. Sé que este tema que les presento es tan difícil de resolver que, precisamente por ello, es imprescindible discutirlo.
Uno de los retos es analizar por qué el odio hacia la diferencia se deposita en el cuerpo de la persona, en su prestigio, su trabajo, su vida. Ilustro esto con una discusión escolar en la que analizamos la denuncia que muchos estudiantes hicieron contra un docente, manifestada en carteles acusatorios y anónimos pegados por todo el piso de la escuela donde da clases.
Durante el análisis, poco a poco, fueron desgranando los motivos: que era violento (se dijo sin argumentar) y descalificaba las presentaciones públicas. También, los objetivos de la acusación: que lo sancionaran por escrito, le quitaran el curso, lo despidieran de la universidad, perdiera su prestigio. “¡Lo que queremos es destruirlo!”, reveló al final uno de ellos, rodeado de gestos —un poco avergonzados— de aprobación.
Su actitud no es inusual, desgraciadamente. Sacar conclusiones absolutas sobre una persona —al punto de negarle su dignidad— porque nos desagrada lo que opina o hizo, o porque nos lastimó, es una costumbre que urge revisar.
Otro desafío está dado por la libertad de pensamiento y de expresión en su condición de derecho humano, que debe ser respetado, pero que, como todo derecho, no es absoluto, como ha señalado la jurista costarricense y experta en la materia Alda Facio Montejo. ¿Tenemos derecho a pensar cualquier cosa? Diría que sí. ¿Tenemos derecho a decirlo? No estoy segura, solo tengo muchas preguntas, pese a que me gustaría afirmar que sí.
Aquí se suma otra dificultad: los discursos de odio. ¿Están definidos objetivamente o cada cual los decreta según sus sentimientos?, cuestiona la escritora española Laura Freixas. Es decir, ¿puede alguien silenciar a otro e intentar destruirlo solo porque le incomoda su opinión sobre sus gustos o deseos?
Entonces, el asunto se complica aún más con la llamada cultura de lo políticamente correcto, usada por bandos antagónicos: unos la denuncian y otros la reivindican. Sectores autodenominados progresistas han promovido un lenguaje que no ofenda a grupos históricamente discriminados, la inclusión de esas poblaciones en papeles protagónicos y la evitación de escenas en las comedias, por ejemplo, que reproduzcan estereotipos, entre otras.
Los autoproclamados conservadores los han criticado por atentar contra la libertad de expresión y acabar con las discusiones francas, según dicen.
El enfoque de la historiadora y psicoanalista francesa Élisabeth Roudinesco acerca de la perversión, como aquella estructura psíquica que transgrede de manera deliberada las normas sociales mediante su personalidad y actos, y que, por ende, manifiesta una forma de resistencia ante las limitaciones que toda cultura impone, complejiza la discusión.
Para nuestro necesario acervo de dudas, quiero agregar el asunto del relativismo cultural. Lo confieso, para mí es lo único simple de resolver. Me explico con estos ejemplos durísimos: la mutilación genital femenina —cortar el clítoris, los labios menores y coser la abertura vaginal para estrecharla—, practicada en países de todos los continentes; la imposición de la burka —tela que cubre completamente el cuerpo de las mujeres y deja únicamente una rendija para los ojos— o sus variantes (shayla, khimar, al-amira, hijab, entre otras), que se impone sobre las mujeres, negándoles todo sentido de humanidad.
Prácticas contra las mujeres que son defendidas en nombre del respeto a la tradición cultural, pero que para mí son completamente inadmisibles, originadas únicamente en la profunda misoginia que caracteriza a ciertas sociedades.
Entonces, ¿cómo se traduce el llamado a considerar a los seres humanos, pero no necesariamente sus opiniones? Pues tratando a todos con cortesía, consideración y dignidad, y evitando borrar su subjetividad y complejidad individual. ¿Incluso al último talibán que, delante de decenas, golpeó brutal y cobardemente a una mujer por dejar ver una parte de su cuerpo? ¿Y a los más de 51 hombres que violaron a Gisèle Pélicot, dormida con drogas que su esposo le administraba a escondidas para “ofrecerla” en un chat? ¿Y a los que violan niños?
Les dejo, queridos lectores, mi sinsabor y la tarea ingrata de atender posibles respuestas que, reconozco, no tengo.
Afirma Cortina que nos debemos la tarea ética de desvelar qué es efectivamente respetable y qué no. Y esa, como ustedes saben, es una tarea monumental, pero urgente.
La autora es catedrática de la UCR y está en Twitter y Facebook.