La democracia en tiempos recios
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Que la democracia enfrenta tiempos recios en todo el mundo es muy conocido. Menos obvias, sin embargo, son tanto la severidad del fenómeno como las prescripciones para enfrentarlo. El Informe sobre el Estado Global de la Democracia 2024, divulgado recientemente por el Instituto Internacional para la Democracia y la Asistencia Electoral (IDEA Internacional), organismo multilateral del que España es miembro fundador, ofrece algunos hallazgos y claves analíticas que no deben ser ignorados. En particular, revela la gran vulnerabilidad del componente electoral de la democracia, piedra basal de todo el edificio democrático. El informe examina el desempeño de la democracia en 173 países del mundo, sometiéndolo a una evaluación articulada alrededor de cuatro atributos fundamentales: representación, derechos, Estado de derecho y participación. La imagen que emerge del ejercicio no es halagüeña. Por octavo año consecutivo, la cantidad de países que retrocede en su desempeño democrático supera ampliamente a la de los países donde la democracia se ha fortalecido. No se registra en el último medio siglo un episodio tan prolongado de deterioro. Aún peor, prácticamente la mitad de los países evaluados ha experimentado una caída drástica en la calidad de al menos un atributo central de la democracia en el último lustro. En algunos casos es la libertad de prensa la que se encuentra amenazada, en otros es la amplitud del espacio cívico, en aún otros es la credibilidad de las elecciones, en algunos países son todos ellos y otros más. Una década atrás esa proporción no superaba la cuarta parte del total de países. Esos datos nos indican no sólo que la erosión de la calidad de la democracia es muy extendida, sino que avanza rápidamente. España no escapa a este fenómeno . Aunque, en grandes rasgos, continúa siendo una democracia con un desempeño muy superior al promedio en todos sus atributos (lugar 26 en el mundo en representación; 12 en derechos; 22 en estado de derecho; 35 en participación), empieza a mostrar retrocesos importantes en el funcionamiento de sus instituciones representativas. Con respecto a la edición anterior, el reciente informe de IDEA denota una caída de 17 puestos en la clasificación mundial de la categoría de representación, que incluye la capacidad de celebrar elecciones creíbles, la efectividad del Parlamento y la calidad de la democracia en el nivel local, entre otros atributos. Aunque no es posible saber aún si esto denota una tendencia, es claro que configura una llamada de atención. En efecto, muchos de los peores deterioros detectados por el informe en el mundo se concentran en el funcionamiento de las instituciones representativas. Y dentro de esta categoría, quizá ningún atributo democrático se halla más asediado que la credibilidad de las elecciones. Según el informe, 39 países (21 de ellos en Africa Subsahariana) registran una caída significativa en este indicador, frente a solo 15 países que han mejorado en los últimos cinco años. Uno de cada 3 votantes en este año ha emitido o emitirá su voto en un país en el que la calidad de las elecciones ha decaído seriamente en el pasado reciente. La explosión de actividad electoral presenciada este año, en el que casi la mitad de la humanidad habrá de concurrir a las urnas, llega en un momento en que las elecciones democráticas enfrentan un complejo cóctel de amenazas digitales y políticas. Entre las primeras, destacan el uso de las redes sociales para diseminar campañas de desinformación, la proliferación de ataques cibernéticos a la infraestructura electoral y la creciente dificultad para someter a controles el proselitismo y los gastos partidarios en la esfera digital. Entre las segundas, acaso más graves, se cuentan la intensa polarización que rodea a los procesos electorales en muchos países, los ataques a la autonomía de autoridades electorales competentes –como se ha visto, por ejemplo, en México y Brasil– y la propagación del 'negacionismo electoral', entendiendo por ello la tóxica costumbre de atacar sin evidencia la credibilidad de los resultados electorales por parte de los perdedores. El método del expresidente Donald Trump de lanzar sospechas infundadas contra el proceso electoral tristemente ha devenido en un fenómeno global, como lo muestran casos tan diversos como Birmania, Perú e Israel. Las autoridades electorales enfrentan como pueden esta compleja combinación de factores. Pero los resultados están a la vista. Otro reporte de IDEA sobre percepciones sobre la democracia en 19 países de todas las regiones del mundo (incluyendo a Estados Unidos, India y Brasil), publicado hace algunos meses, detectó que en once de ellos menos de la mitad de la mitad de la población cree que los últimos comicios en su país fueron libres y justos. No sorprende, pues, cómo la litigiosidad de las elecciones ha alcanzado niveles sorprendentes: una de cada cinco elecciones nacionales celebradas en el mundo desde 2020 arrojó un resultado que no fue aceptado por todos los contendientes. Una proporción similar de elecciones está siendo definida por órganos jurisdiccionales. Quizá el efecto más preocupante se detecta en los niveles de participación electoral en el mundo, que en promedio han caído casi diez puntos porcentuales en los últimos quince años. Es decir, cada vez hay más ciudadanos y actores políticos que abrigan grandes dudas sobre la capacidad de las elecciones para hacer una diferencia en la vida de las personas, generar resultados legítimos y asegurar la transmisión pacífica del poder. Si nos preocupa el futuro de la democracia, es preciso proteger, con carácter de urgencia, la integridad de las elecciones. Y no sólo por su carácter fundacional para la democracia, también porque ofrecen la mejor oportunidad para revertir la erosión democrática. Como lo sugieren casos recientes como Brasil, Guatemala, Polonia, Zambia, Senegal e India, mientras el cambio político siga siendo posible por la vía electoral existe la posibilidad de cambiar la trayectoria aún de sistemas democráticos muy deteriorados. Proteger la credibilidad de las elecciones no es sencillo. Con frecuencia, la caída en la confianza electoral hunde sus raíces en factores estructurales como la polarización social y las crecientes desigualdades, que no responden a curas inmediatas. Sin embargo, es vital que, cuando menos, las autoridades electorales eduquen insistentemente al público sobre los procedimientos de emisión y conteo de votos, que reaccionen con severidad frente a acusaciones espurias contra los procesos electorales y que colaboren con sus pares en la identificación de buenas prácticas para enfrentar campañas de desinformación. Los actores políticos, a su vez, deben prestar urgente atención a la tarea de blindar la autonomía de las autoridades electorales y regular el financiamiento electoral, una permanente fuente de suspicacias en las democracias modernas. Finalmente, la ONU y otros organismos regionales deben plantearse la posibilidad de crear, como en otras materias, una relatoría especial para identificar las amenazas a la autonomía electoral, monitorear progresos para protegerla y ofrecer recomendaciones a los estados y otros actores.