La sangre de los higos
Isabel Aguilar Zárate desciende como una gacela la empinada cuesta que conduce a la Quebrada del Yuro. Se ríe indulgente de nuestras torpezas urbanas por esos trillos de la selva que han fogueado sus pasos montaraces con sus 18 años.
La casa de adobe y paja de su familia, que parece brotar de la tierra ocre como una continuidad mineral, está a la vera del camino allá arriba. Y se va empequeñeciendo mientras avanzamos. El viaje al centro de la historia, al escenario del último combate del Che, es de aproximadamente dos kilómetros plenos de los más abruptos caprichos de la naturaleza.
El mediodía corta ahora con tijeras de sol las lánguidas lluvias que nos acompañaron en el ascenso desde el poblado de Valle Grande, por una impredecible carretera que bordeaba precipicios e invitaba a meditaciones con la vastedad.
Isabel me auxilia cuando ruedo por la cuesta, y los otros ríen. Pero la sonrisa de la campesina, limpia como la sierra recién bañada, tiene condescendencia de trinos y murmullos vegetales; y despeja la tristeza y la evocación luctuosa de esta incursión guevariana.
Construyendo su Che
Desde pequeña, Isabel ha guiado a muchos forasteros que, provenientes de cualquier rincón del mundo, van a la quebrada donde fue herido y capturado en combate el hombre de todos los siglos, en peregrinaciones para desagraviarlo.
Sube que baja, acompañando a tantos prosélitos de la redención y la esperanza, ya Isabel se ha construido su propio Che. Y por estos días lee al fin el Diario del Guerrillero Heroico, que compró por 85 bolivianos, una fortuna en su humilde casa. Anda por la página del 9 de noviembre, «día sin novedades». Va de la mano del Che, explorando el río Ñancahuazú...
«Le tengo cariño, porque harto ha luchado», me confiesa la muchacha, como si el héroe aún estuviera tramontando la sierra, o esperándola en el recodo de un bosquecillo cercano.
El grupo sigue cuesta abajo, y me he quedado en la retaguardia, el último de los últimos. Apenas puedo sostenerme, y el sol castiga. Sed...
La inmensidad de los parajes, la cordillera Serrano azulea al frente. El silencio y la soledad hablan más de aquellos guerreros que todos los editoriales y artículos leídos sobre la gesta de 1967.
Los gritos de mis compañeros van guiándome. Y al fin allá abajo la quebrada. Cuando llego, todos están junto a una gran piedra cercana al arroyito. El monumento es el propio escenario natural de aquella tarde del 8 de octubre. Se produce el silencio de las fuertes emociones. La sorpresa es que Osmán Pattzi, periodista del diario El Deber, de Santa Cruz, ha tendido una bandera cubana sobre la roca donde fue herido el Che. Solo atino a besar la insignia y la piedra testigo.
Al lado, en un humilde paño de tierra arrancado a la selva, está Florencio Aguilar, padre de Isabel, delineando con su azadón los surcos para la próxima siembra de papas. Florencio tiene nueve hijos más y un rostro que parece venir de muy lejos, de lo más recóndito del tiempo y la miseria. Hace un alto para hablar lo preciso: «No, nunca hablé con él. Ni siquiera lo vi de lejos. Teníamos mucho miedo al Ejército, que los tenía rodeados». No se anota episodios ni protagonismos el campesino, por respeto al Che.
Las papas se dan grandes allí, y apenas son para consumo familiar; porque bajarlas de esas montañas es una miseria. Por arroba le pagan seis u ocho centavos, dice Florencio con la mirada perdida en las alturas.
Mientras, el árbol a nuestras espaldas se estremece con vibraciones. Es una higuera cundida de jugosos frutos. Sobre sus ramas, Isabel acopia y convida a los higos más dulces de este mundo, fertilizados para siempre con la sangre del redentor de los pobres.
Cuesta arriba
Bebemos agua del arroyo y partimos cuesta arriba. El ascenso sí es la prueba de fuego, y lo sorteamos con una extraña energía. Más de dos horas para llegar a la cima y seguir por un camino polvoriento hasta La Higuera.
No concibo cómo el Hombre, malherido en sus piernas, pudo vencer tanto para llegar al pueblecito, que se muestra intacto, ajeno al tiempo. A Irma Rosado le parece estar viéndolo todavía, cuando llegó herido y cojeando, con la intensa mirada que nunca bajó. Recuerda la campesina que ella volteó la cabeza y no quiso presenciar el traslado del cadáver desde la escuelita al helicóptero, con aquellos ojos que no se cerraban.
En el viaje a Valle Grande, con la carga inmensa, el helicóptero dejó un silencio sepulcral y una tristeza que, como una costra, se ha arraigado desde entonces a las paredes, a las piedras y a los ojos de los parroquianos. Con su saña, los soldaditos bolivianos ignoraban el símbolo que iban a desatar por los aires, sobre ríos, selvas y mares, como un cometa intangible.
La Higuera son las mismas casitas de adobe, un rostro huidizo detrás de cada ventana entreabierta, y un perro como único transeúnte por la calle soñolienta, junto al monumento. Apenas quedan unas diez familias. Los jóvenes emigran, porque no hay fuentes de empleo, solo arañar la tierra feraz. Siguen sin servicio eléctrico, salvo la escasa energía que brinda un panel solar en la casa comunal.
«Quizá si lo hubiéramos ayudado, no viviríamos como vivimos, en esta pobreza. Yo lo sigo llorando y le pongo velas. Mucho que le he rogado, señor», dice Irma, quien tiene una venta en su humilde casita. Dos mesas apenas, y pan en el horno. Coca Cola o Sprite a temperatura ambiente, para los turistas que llegan. Y en la pared, fotos publicitarias con muchachas semidesnudas que los distribuidores de las gaseosas le orientan exhibir.
Tras beber la Coca Cola más triste de mi vida, partimos a la caída de la tarde hacia Valle Grande. Al día siguiente hay feria en el pueblo. Las indígenas venden sus géneros textiles de siglos, y también mucha mercadería global, de marcas y chillones colores.
Y detrás del hospital Señor de Malta, la pequeña lavandería, donde situaron aquel cadáver de luz, es la peregrinación y el gran homenaje universal al Guerrillero Heroico, con todas las grafías en distintas lenguas, sobre paredes, techos y lavaderos.
Y en la fosa donde se hallaron sus restos, hay ofrendas de las más variadas. En una esquina, un pordiosero trashumante ha encontrado abrigo y descansa sobre el polvo. Me mira desde siglos, con una interrogante indescifrable. Y no me atrevo a apretar el obturador de mi cámara.