Marinas
—Bienvenidos los que llegan de Cuba…
Así de insólito me pareció aquel recibimiento en Isla de la Juventud (o Isla de Pinos, como prefieren seguirle llamando buena parte de los pineros), cuando participé junto a otros escritores en las jornadas del Concurso Paco Mir que convoca la Uneac del territorio.
Uno repite que vive en un Archipiélago, pero la realidad solo asoma cuando has surcado el agua, cuando te remarcan que has llegado a otra ínsula perteneciente a esta mismísima tierra de nombre arhuaco, a esta «iguana de oro» llamada Cuba.
El mar por todas partes. Es la circunstancia de la que habló uno de nuestros poetas «malditos», Virgilio Piñera. Es «El Caribe que nos une», dirían en la Fiesta del Fuego santiaguera. «La
turgente vela» que las olas corta, en el célebre soneto de la Avellaneda. El llanto de Luisa Pérez de Zambrana cuando ve hundirse «las sierras melancólicas del Cobre» y despliega «como un pájaro marino,/ sus alas mi bajel».
La poesía raigal es siempre premonitoria, la de José María Heredia lo fue. Cuando paso por su casa natal imagino su soledad en el exilio, no lo puedo evitar. Los exilios descarnan. Y repaso estos últimos versos, lapidarios, los de El himno del desterrado: «Aunque viles traidores le sirvan,/ Del tirano es inútil la saña,/ Que no en vano entre Cuba y España /Tiende inmenso sus olas el mar».
Las marinas de Leopoldo Romañach, el perfil costero de la isla delineado, la rama batida por el viento, los ocres, el terral. Y las velas henchidas, las
velas de Sorolla reventando en La Habana. La síntesis suprema, Martínez Pedro en su serie Aguas territoriales. El índigo, los añiles profundos.
Pero ningún azul como Playita. Me fui en abril, el 11, con la luna. Me fui a la misma hora en que la cáscara de nuez se posó en las arenas, en que el salto y la dicha se volvieron gigantes. Busqué el remo y la proa. Lo busqué en los peñascos, entre las olas y entre los farallones. Y caminé despacio por donde pasó el héroe, por donde fue el poeta.
Acaso era el final o era el principio, cuando crucé, rompí, la tierra áspera y rojiza de Maisí. Subí a la torre, al faro, al balcón circular. A lo más alto. ¿Te has asomado alguna vez al Paso de los Vientos, a un mundo en lontananza, verdiazul? ¿Has mojado tus pies en las aguas del límite? ¿Has
visto el sitio por donde nace el sol? ¿Te has salido del mapa?
Dulce María Loynaz, nuestra Cervantes, se envolvió en su «isla clarísima», su «isla esbelta y juncal». Ella, que navegó, que ardió en su casa del Vedado hasta el último de sus días, sabía el drama que representa una isla, con el mar virgiliano lamiendo sus heridas. En sus Poemas sin nombre, sabe nombrar:
«La criatura de isla paréceme, no sé por qué, una criatura distinta. Más leve, más sutil, más sensitiva (…) Tierra firme llamaban los antiguos a todo lo que no fuera isla. La isla es, pues, lo menos firme, lo menos tierra de la Tierra».
Llamar Tierra a un planeta de aguas es pura convención, eterna paradoja, delirante metáfora. En verdad, todos somos islas. Todos vivimos sujetándonos al milagro de la tierra emergida, en medio de la mar.