De Ian Curtis a Joe Crepúsculo, El Conde de Torrefiel mira a su generación para construir una película sin imágenes
El festival TNT de Terrassa abre su nueva edición con 'La luz de un lago', un experimento sónico y sensorial dentro de un programa en el que también destacan artistas del calado de Norberto Llopis y Alberto Cortés
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Volvió El Conde de Torrefiel después de su anterior trabajo, Imagen interior. La compañía regresó rearmada y concentrada en sus esencias. Ha presentado La luz de un lago en el festival TNT de Terrassa (Barcelona), en un Teatro Alegría a reventar. Una pieza de formato y producción más manejable. Después de años de internacionalización y grandes producciones, El Conde se ha refugiado en su nueva nave valenciana y ha surgido con una pieza hermosa, íntima, contemplativa y que continúa indagando las posibilidades de un lenguaje escénico propio. Además, la pieza es una maravilla de dispositivo donde la escena se convierte en un cuerpo con entidad propia y cobra vida. Su cerebro, la palabra, sus arterias la acción y su corazón, un sonido avasallador.
Del día en que escuchaste en los cascos Atrocity Exhibition de Joy Division en los 80, al día que oíste en el móvil Mi fábrica de baile de Joe Crepúsculo allá por 2013. Del Manchester de Margaret Thatcher a la Barcelona pre 15M. Ese es el lapso de tiempo, la educación sentimental, que aborda la nueva pieza de El Conde. Lo hace a través de cuatro historias que conforman una película que jamás será vista en escena, sino imaginada. “Esto es una película” dice la voz en off de Tanya Beyeller, directora de la compañía junto a Pablo Gisbert, al comienzo de la pieza frente a un espacio vacío.
Pero durante toda la pieza no habrá proyección de ninguna imagen de la película. En vez de esto, textos dichos y proyectados, marca de la casa, nos irán adentrando en esa especie de vidas cruzadas que componen el filme. Y un espacio vacío se irá transformando, con paneles y objetos varios, para hacer emerger las imágenes mentales de esos textos. La escena late y se fricciona con la palabra, con el relato. Una fricción que tiene por objetivo crear la imagen en el interior de cada espectador, convirtiendo así los cerebros del respetable en verdaderas máquinas de montaje.
Aunque los textos también puedan recordar a la frase corta y precisa de La mujer zurda de Peter Handke ―un libro que limpió de florituras la literatura de los años 70―, la comparación con la pequeña novela del austriaco es más pertinente con la propuesta escénica y no solo con los textos. Al igual que Handke despoja todo lo que puede la narrativa de artificios y elementos prescindibles, El Conde, en una sociedad del espectáculo enganchada a la imagen, el drama hueco y la emoción espuria, reacciona y elimina su propuesta de mediaciones ―no hay actor que diga la palabra ni la interprete―, de conflictos teatrales y de estructuras aristotélicas.
Finalmente, la percepción ante la lectura de Handke y el visionado de la obra de El Conde es similar. El lector y el espectador tienen la sensación de recobrar algo muy antiguo, de volver a oír, ver, experimentar, algo ya casi olvidado. La imagen de la platea llena, quieta, escuchando, leyendo los textos y viendo cómo se va operando en escena las acciones es muy potente. Nada pasa en escena y al mismo tiempo todo acontece. Es un teatro anterior o paralelo a la tragedia griega. Es otro teatro.
Los textos siguen la estela de aquellos que vieron nacer a la compañía, textos secos, inteligentes, abiertos a la diatriba, pero enganchados al relato de historias de individuos, de “personajes que no tienen imagen y solo son palabras”, como dice el texto de la obra, “son como gotas de agua atravesadas por la luz que las hace brillar durante un instante y luego las devuelve a las profundidades del anonimato”.
Ahí surge la historia de tres chicos de 23 años en el Manchester de 1995, de cómo después de un concierto de Massive Attack ―impresionante la combinación del texto descriptivo del concierto con el tema Angel del grupo a todo trapo― deciden irse al templo del musicón del momento, el mítico New Osborne. Allí, tripi mediante, esos tres jóvenes descubrirán el sonido de su tiempo: “Una música simple, constante y repetitiva, sin variaciones, sin complejidades. Música que no tiene letra, música que no te cuenta nada, música que no intelectualiza, música que no te despista, música que te penetra y sobre todo música con volumen. Un golpe grave, rítmico y sin adornos. Un golpe continuo que recuerda la simplicidad del tiempo y a la vez la complejidad del tiempo”.
Copio aquí ese largo texto para intentar trasladar su potencia, un texto que acabará diciendo: “Una marea de personas agitan sus cuerpos al mismo ritmo. Invocan la complejidad del tiempo, y bailan queriendo desaparecer. Con este simple golpe grave y constante, invocan el ritmo categórico del universo, y del latido del corazón”. Esta primera historia, luego llegarán otras tres, es fundamental en la pieza. Nos habla de ese pasado donde una generación descubrió y se abrió al mundo, como otras estarán haciendo ahora. Del mismo modo que pone un espejo en el que el espectador se enfrenta a sí mismo frente al inexorable paso del tiempo.
A partir de ahí, vendrán otras historias que jugarán entre ellas a la delgada línea entre la ficción y la realidad. Un empleado de banca que en un cine perdido de Atenas ve la película de esos mismos jóvenes de Manchester que ya viejos arruinan su historia de amor. Y una bióloga marina trans que lee una novela sobre ese empleado de banca que realmente fue al cine a tener relaciones homosexuales ocultas con un compañero y que acaba asesinado por una paliza del dueño de la sala. Historias de amor truncadas todas, que nacen del texto y cobran vida en escena a través de la luz, la acción y el sonido que las van sugiriendo, potenciando.
Al final vendrá la cuarta historia, situada en el futuro. Tampoco se trata de contar aquí la obra. Tan solo apuntar que quizá esta última, que funciona como epílogo de reflexión metaartística, sea la menos nuclear de la obra. Es quizá la floritura de la pieza, el contraste con el tono del resto de la obra, que no es otra cosa que la mirada distanciada y triste ante el paso del tiempo, un tiempo que rompe y disuelve amores, pero que El Conde salva del fatalismo con una carta de la abuela a la bióloga trans donde desde la vejez se aconseja y se advierte de este mundo cainita que intentará hacerte claudicar y domesticarte. “No tengas miedo”, le dice la abuela a su nieta. Un texto que es puro Thomas Bernhard, si no en estilo sí en fondo.
Es quizá esta pieza una de las más íntimas de la compañía. Para ello, como decíamos, El Conde ha vuelto a su esencia, los textos recogen la escritura de aquella obra fundacional estrenada en 2011, Observen cómo el cansancio derrota al pensamiento, la producción destila un puro estilo 'hecho en casa' y además consiguen una maestría sónica al alcance de nadie hoy en este país. La escena de tres grandes paneles de metal vibrando y amplificados hasta la extremaunción es lo más cercano a las cotas del Dune de David Lynch en teatro que uno haya visto. El corazón de esta pieza está en el sonido, es ahí donde la compañía late, sufre y comparte.
La luz de un lago se estrenó este verano en el Festival GREC de Barcelona en el Teatre Lliure. Inexplicablemente se hizo en la sala pequeña. El TNT, con 20 veces menos presupuesto que el festival condal, ha sabido entender y cuidar mejor esta pieza que necesita de altura y espacio para respirar y poder emerger. Llegará a Centro de Cultura Contemporánea Condeduque el próximo enero. El TNT continuará programa hasta este domingo donde tendrán lugar esperados estrenos de referencias de las artes vivas tan consolidadas como Nilo Gallego o Norberto Llopis y de nuevas figuras emergentes como Alberto Cortés o Monte-Isla.
Queda ya en la memoria del festival esta nueva pieza de El Conde y la pregunta que suscita, que aunque sea bien generacional es extrapolable a otras: quiénes somos ahora, quiénes éramos hace 25 años, quiénes en 2013 cuando Joe Crepúsculo cantaba aquello de tener “un bombo dentro, una discoteca, una fábrica de baile”, como citan en la propia obra.
Ian Curtis, el cantante de Joy Division, a quien también se cita, se suicidó con 24 años. The Cure, por el contrario, acaba de sacar nuevo single después de más de 16 años, Alone. En noviembre llegará el disco, Song Of A Lost World. En el single, Robert Smith canta una letanía que bien podría ser la banda sonora de esta pieza de El Conde: “Y todo se detiene, siempre estuvimos seguros de que / nunca cambiaríamos, pero todo se detiene / y cerramos los ojos para dormir / y soñar un niño y una niña / que sueñan que el mundo no es más que un sueño”.