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Сентябрь
2024

El auge del deterioro social

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Pilas de cuadernos, tizas, un diario de clases y muchos rostros de niños. Así pasaban los días cuando mi madre trabajaba en la escuela. Los miembros de la familia éramos testigos de su inmenso trabajo porque quería ofrecer lo mejor a sus estudiantes, en especial a aquellos que tenían más dificultad.

Su esfuerzo requería mucha paciencia, porque a ella le gustaba enseñar a los pequeños de primero a tercer grado. Dejó un legado en aquellos niños que hoy son adultos, porque fue a comienzos de la década de los 90 que se pensionó, pero siguió activa.

Ya con los hijos en la universidad, tenía más tiempo para manualidades, el jardín, trabajar en la Iglesia y participar en un grupo que visitaba a los enfermos en los hospitales. Acompañaba también a mi padre, quien trabajaba con responsabilidad y pasión, y participaba en actividades comunales: directivo del club deportivo del barrio, parte de la asociación de desarrollo, líder para dar a la comunidad una cancha de futbol que todavía está en uso, y otra de baloncesto, la construcción de la capilla dedicada a la Virgen de Lourdes y la remodelación de la gruta adyacente.

Los dos eran afables, con pasión por la vida y cariño por la gente. Parecía que su gran preocupación por sus hijos se extendía más allá de la casa, y se manifestaba en la necesidad de transformar el mundo para que fuera mejor. Su horizonte existencial abarcaba el bienestar de la comunidad, la responsabilidad política y la necesaria conversación informal con todos. Había tiempo para mucho, especialmente para lo importante. No se podía vivir indiferente hacia el necesitado ni ser reluctante en ayudar en lo que fuera necesario.

Siempre fuimos una familia muy católica, aunque la devoción mariana muy fuerte estaba en mi madre; una forma de religiosidad más simple, pero no menos fuerte, la representaba mi padre. Se trataba de una fe que se nutría de la doctrina social de la Iglesia y de la preocupación por participar activamente en lo que compartimos en la sociedad. Su santo favorito era san Pancracio, que en la imagen de la iglesia de la Soledad que solíamos frecuentar sostenía un libro en el que se leía “Danos salud y trabajo”.

Íbamos al cine y al teatro, al punto de agotar las carteleras. Cuando esto pasaba, una película buena en casa era una opción. No faltaban las salidas los sábados a comer juntos, ni las visitas de los domingos a casa de nuestros abuelos. En esas ocasiones, las conversaciones llenaban el espacio y daba tiempo a los niños de la familia a crear todo tipo de diversiones, porque se juntaban muchos tíos y primos. Lo bueno era que se cultivaba el deseo por ir más allá de lo inmediato, por aprender de aquellos que habían vivido más y por comprender mejor lo que convenía al país.

Si bien él murió hace 30 años, la partida de mi madre hace unos meses nos ha hecho pensar en su legado. Una herencia que no se fundamenta en los bienes materiales, sino en una actitud ante la vida. No se trata de una cosa que se vive en el intimismo, sino que empuja a elevar los ojos ante una realidad que se nos presenta desafiante y hasta preocupante.

Apertura hacia el otro

Testigos de la guerra del 48, mis padres tuvieron experiencias diferentes en lo que respecta a los bandos encontrados, pero eso no afectó su relación adulta ni desequilibró la balanza a favor de ideologías que se podían presentar como contrastantes. Ellos se centraron en lo que los unía y en lo que podían ofrecer a otros. Cada uno se comprometía a levantar las bases de una nueva convivencia, como si fuera un imperativo divino. En parte lo era, pero también su apertura al otro los hacía particularmente comprometidos a no dejarse vencer por la apatía o la indiferencia a lo colectivo, fuera lo inmediatamente comunal o lo nacional. Particularmente triste para ellos era descubrir la corrupción.

Tenían claro que la educación era la base para un futuro mejor. Nos incentivaron a estudiar, a buscar lo que nos apasionaba para ser profesionales capaces de generar algo positivo para la sociedad. Nunca impusieron nada, excepto el respeto y la responsabilidad ante Dios. Librepensadores que dejaban que otros discernieran y cultivaran su propio camino. Esta era su forma de educarnos.

Ante esta herencia, me pregunto cómo es que hemos perdido el rumbo tan fácilmente en Costa Rica. Descaradamente se quiere anular el derecho a disentir, a buscar alternativas y a buscar un diálogo constructivo. Pareciera que desean promover la arrogancia del que no ve más allá de las propias narices, de sus intereses particulares y de su bienestar individual. Ya no hay respeto ni aprecio por el otro, por lo que no se siente una verdadera responsabilidad por la vida. De ahí esa falta de respeto y amabilidad que parece conquistar el corazón de muchos, y que termina en violencia.

Me parece que ese gusto macabro por la chota, el insulto, la degradación y hasta la relativización de instituciones públicas viene alimentado por un gran resentimiento social. Pero, por otro lado, creo que es consecuencia de la ausencia de compromiso comunitario de gran parte de la población. Conforme fue creciendo la ciudad y se produjo una mayor movilidad geográfica, se perdió el contacto con los que viven en nuestra proximidad. Por eso, se levantan muros o se tiran balazos o se destruyen vidas a través de la esclavitud de la corrupción.

El auge del deterioro social revela dos cosas preocupantes: el ansia de huir de este mundo incomunicado y el deseo de obtener riqueza a cualquier precio. Así se relativiza la vida propia y la de los otros; el camino más fácil para desentenderse de la construcción de lo común y optar por la muerte, representada en la terrible ola de homicidios que nos asusta. Todo lo opuesto de lo que vi en mis padres.

El mínimo en educación

Otro tanto hay que decir del descuido de la educación. En realidad, no hemos visto nada práctico, a no ser restricciones presupuestarias. Se ha reducido al mínimo toda actividad educativa tendente a las artes, la educación física y hasta la agricultura. El menoscabo ha sido paulatino, pero sostenido, y eso llama poderosamente la atención. Sin embargo, en los últimos tiempos las cosas han comenzado a empeorar significativamente. Junto con esto, las ofertas culturales no son promovidas, a no ser espectáculos de masa que alientan una actitud marginal a toda esperanza social. Y los libros comienzan a ser reliquias polvorientas, sin lectores que les devuelvan la vida.

Toda esta situación repercute en las familias, en su forma de estar unidas (o peor, desunidas), en el desentendimiento mutuo y en la falta de tiempo de calidad. El ambiente que antes servía de catalizador de ideas, sueños y proyectos, poco a poco se ha transformado en una minúscula célula de búsqueda de bienestar, sin mayor preocupación que el individuo aislado. Nada de extrañar si nuestro norte bruscamente ha desaparecido y ahora se presentan las opiniones como fundamento de la verdad, sin tener en cuenta la urdimbre social en la que estamos insertos.

Espero que no se me malentienda como un anhelante de tiempos pasados, yo reclamo una herencia que me parece más que necesaria hoy. Con las herencias se producen cosas innovadoras y capaces de transformación. Pero cuando ignoramos esos recursos, dejamos que se vayan olvidando hasta que ya nadie recuerde un gran esfuerzo de vida y un gran entusiasmo por realizar en profundidad nuestra vocación humana. Se trata de una especie de capital real, que no fue fingido ni mal usado, sino administrado con sabiduría y amor. Espero profundamente que recuperemos lo bueno que recibimos de gracia, porque no había interés particular en ser aplaudido o reconocido. Fue la modestia el ámbito en el que se movieron mis padres y su motor, el cariño que sentían por todo aquello que nos hace pertenecer a una familia y a un pueblo.

frayvictor@gmail.com

El autor es franciscano conventual.