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Crítica de "Sidonie en Japón": entre dos mundos ★★★★

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¿Por qué aquí Isabelle Huppert parece recién salida de un funeral? Tenemos esa impresión no tanto por su tristeza sino por sus ganas de desaparecer, o porque su presencia no emite ningún sonido, como si solo fuera una imagen difusa. Una imagen que toma una decisión, pero duda hasta el último momento: con la esperanza de haber perdido el avión hacia Osaka, aparece en el mostrador del aeropuerto, pero el vuelo lleva retraso, y ahí hay un gesto de retroceso, un arrepentimiento. Pronto intuimos que Sidonie, escritora en permanente estado de melancolía, está entre dos mundos, porque así se viste el duelo, y también el choque cultural.

En los primeros minutos de esta película delicadísima, la Huppert, siempre enorme, pasa de una heroína posiblemente trágica a una cómica de slapstick, a una señorita Hulot que no entiende ni los ritmos ni los rituales de la sociedad japonesa. “Sidonie en Japón” parece parodiar el carácter nipón -las reverencias, la rigidez protocolaria, la amabilidad distante-, hasta el punto de que cuando sabemos que el editor de Sidonie, co-protagonista del filme, se llama Kenji Mizoguchi, la broma, aunque previsible, nos hace sentir en un universo próximo al del Jarmusch multicultural de “Noche en la tierra”. Sidonie habita, en cierto modo, un mundo de ficción, el Japón que ella había imaginado.

Así las cosas, la película de Élise Girard es la crónica de un doble movimiento de fuerzas opuestas, de acercamiento y alejamiento. Sidonie se acercará cada vez más a Kenji en sus viajes en coche, a medida que se aleje del fantasma de su marido, que se le aparece para cerrar un duelo que la ha condenado a la soledad y al bloqueo creativo. A veces da la impresión de que Girard se rinde a las bondades zen del Japón que seduce a Occidente -los cerezos en flor, los templos anegados de verde, la ceremonia del té- como si fueran meras muletas culturales, pero tal vez es porque le interesan solo como telón de fondo, digamos que de un modo literal (las retroproyecciones de las escenas del coche, un trampantojo).

El tono es liviano, a pesar de la gravedad: Huppert es una experta en explicar tragedias -la secuencia de la primera entrevista con motivo de la presentación de su primera novela, en la que explica sus pérdidas familiares- con la aspereza de alguien que hace demasiado tiempo que siente frío en los huesos. Y, sin embargo, todo es ligero, casi translúcido: la relación con el marido fantasmal, que es una dilatada despedida, se produce sin grandes dramatismos, y la descongelación del amor entre Huppert y Kenji, ambos retenidos por el trauma, se produce de un modo muy orgánico. Tal vez Élise Girard haya querido hacer un “Hiroshima, mon amour” para nuestros tiempos (ese encuentro sexual filmado como una fotonovela, tan propio del cine de la Rive Gauche), aunque aquí el ejercicio de memoria histórica es más débil, a pesar de que existan referencias veladas al desastre de Fukushima, a la bomba atómica y a los terremotos que amenazan el país. La belleza modesta, discreta, de “Sidonie en Japón” está en un bolso como prueba de un amor que nace bajo la luz de la empatía.

Lo mejor:

Como siempre, Huppert, y la modestia, no exenta de sentido del humor, con que cuenta la historia de amor de dos seres traumatizados.

Lo peor:

Sentimos al fantasma del marido como demasiado volátil para el peso dramático que tiene en la trama.