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Khadija Amin: «A los talibanes solo les falta prohibirnos respirar»

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Todavía hoy, cuando gira la llave en la cerradura de su casa, Khadija Amin saborea a fondo una libertad inesperada. Aunque han pasado tres años desde que esta periodista nacida en Kabul en 1993 pisara suelo español, aún le emociona, y le sorprende, que no haya ningún hombre dentro esperándola. Un padre o un marido que le pregunte dónde estaba, o con quién, y que, a buen seguro, le reprenda por algo. Ahora es una mujer libre que decide por ella misma, pero la huella del trauma y la responsabilidad que siente por el destino de todas las afganas impiden que su felicidad sea completa.

Khadija nunca pensó en abandonar su país. Es verdad que las cosas se estaban poniendo muy feas en los días previos a la retirada oficial de las tropas estadounidenses, anunciada para el 30 de agosto de 2021. El avance talibán era imparable y el día 15 había caído la capital. Sin embargo, su condición de presentadora en la televisión pública la mantenía centrada en su trabajo y algunas voces aseguraban que los radicales iban a permitir que las mujeres siguieran trabajando. Nada más lejos de la realidad.

Sentada frente a un café en el madrileño Distrito Telefónica, donde está contratada desde hace más de un año, Khadija explica cómo vivió la amputación de su oficio: «Mi jefe me mandó a casa. Aguanté tres días y fui a la redacción para pedir que me permitieran continuar mi trabajo. Al menos quería terminar de editar mi último reportaje. Sin embargo, los soldados talibanes me amenazaron y me ordenaron volver a casa. Insistí en hablar con mi jefe y no me hizo ningún caso. Me pidió que no volviera porque podían matarnos a todos». Al día siguiente de que la mandaran a casa un talibán ocupó su puesto. Aquella imagen del barbudo sentado en su silla del plató dio la vuelta al mundo tras su publicación en «The New York Times». Ella no se arrugó. Comenzó a dar entrevistas día y noche a los periodistas que la llamaron, que fueron legión, y se hizo evidente que su visibilidad iba a ser incompatible con seguir viva.

Gracias a la periodista de «El País» Mónica Ceberio, el nombre de Khadija entró en una lista del Ejército. «Me convencieron de que tenía que irme. Fui a casa, cogí una bandera afgana y una pequeña mochila y me dirigí al aeropuerto tapada para que no me reconocieran. Recuerdo que llevaba un pañuelo amarillo para que los militares españoles supieran quién era. Volamos a Dubai y de ahí a Madrid. Llegué el 22 de agosto».

Recuerda las primeras horas y días en nuestro país como en un sueño. Fue recibida al pie de la escalerilla por el abrazo de la ministra de Defensa, Margarita Robles, aunque hasta días después no sabría quién era aquella mujer que le dijo que todo iría bien. Pronto fue trasladada a Salamanca con otra activista y allí aprendió el castellano en el que hoy se expresa de una manera asombrosa. «Después de un año, decidí mudarme a Madrid porque necesitaba trabajar. Mi hermano quería casarse y necesitaba dinero, así que tuve que buscar empleo. Tengo cinco hermanos y una hermana, en total somos siete». Logró trabajo en una pizzería y pasó días durmiendo en el parque al raso hasta que logró turnarse con un amigo en una habitación alquilada; una noche le tocaba la cama y la siguiente, el suelo.

A día de hoy toda su familia menos una hermana que carecía de pasaporte están a salvo en el extranjero. Como de pasada, dice que sus tres hijos también y que se encuentran en Alemania. Ah, ¿pero estaba casada? Con un tono que denota el coraje y la ausencia total de victimismo, explica que a los 19 la obligaron a casarse con un hombre una década mayor que le dio la peor vida imaginable. Esa fue su primera resurrección. Logró separarse del maltratador y estudiar en la Universidad una vez que los talibanes fueron desalojados del poder por la coalición internacional liderada por EE UU.

Ni en la peor de sus pesadillas pensaba Khadija que el horror integrista volvería a su país. Que las mujeres que habían madurado en una libertad relativa iban a volver a ser encerradas. Sin nada que hacer, sin presente ni futuro. El último espanto ha sido una ley que prohíbe que las mujeres hagan oír su voz en público. ¿Qué más les pueden arrebatar? «La situación está empeorando cada día, y las mujeres están perdiendo toda esperanza. Viven bajo una enorme presión, ansiedad y depresión. Si los talibanes pudieran, las prohibirían hasta respirar».

La carga sobre los hombros de esta mujer que no descarta convertirse en la presidenta de su país es perceptible en el tono, en la gestualidad. La alegría que asoma cuando explica algunas «primeras veces» en España, como ir al cine o viajar sola, se desintegra al hablar del calvario de sus compatriotas: «Es que los talibanes creen que las mujeres son una fuente de pecado para los hombres. Prohíben cosas tan simples como llevar tacones o maquillarse. Ahora hasta la voz de una mujer es provocativa».

En un contexto tan asfixiante, aún hay algunas que dan la batalla. «Hay mujeres y algunas asociaciones que intentan resistir, pero están muy solas. Ayer estuve en un programa de radio afgano y un hombre llamó diciendo que, al menos, ahora hay seguridad. Yo le respondí: “¿De qué sirve la seguridad si nuestras hijas no pueden estudiar, si las mujeres que no tienen varones en su familia no pueden trabajar? ¿Qué clase de vida es esa?”». La decepción que le han causado sus compatriotas varones la hace extensiva a la comunidad internacional. «Es una vergüenza. Han dejado Afganistán en manos de los talibanes, no porque los talibanes tomaran el poder, sino porque se lo entregaron. No pensaron en el futuro de Afganistán. Durante las negociaciones de paz, no había ni una sola mujer afgana en la mesa. EE UU firmó un acuerdo y se fue, dejando Afganistán sola».

La segunda resurrección de Khadija en Madrid, donde ha logrado la tarea inmensa de labrarse una vida laboral, social, va camino de terminar. Una vez que descubrió que sus tres hijos, aún menores, habían salido de Kabul, supo que tendrá que instalarse en Alemania y transitar otro desarraigo del desarraigo: «Aunque mi ex marido me ocultó que estaban en Europa yo terminé descubriéndolo este año. Estaba buscando la manera de traerlos a España y un amigo me envió los documentos de identificación. Me di cuenta de que el padre había escrito que la madre, o sea yo, estaba muerta. Fue muy duro enterarme de eso, saber que él había dicho algo así cuando yo estaba viva».

En mayo logró que su ex pareja le permitiera pasar cinco días con los pequeños, que ahora tienen diez años el mayor y ocho los mellizos. Le asoman lágrimas a los ojos mientras recuerda lo duro que resultó estar tres años sin verlos. «Cuando los vi me dijeron que no me fuera más y les expliqué que tenía que trabajar. El mayor me ofreció 50 euros para que no tuviera que hacerlo. Le dije que volvería, pero que de momento no podía quedarme». Es lo que ella desea también para Afganistán, donde tampoco pudo permanecer.