Editorial: Crimen en familia
Dos noticias de los últimos días recuerdan la gravedad de la crisis de seguridad ciudadana, la ineficacia de la respuesta del gobierno, la urgencia de articular una mejor y la falacia de las explicaciones ensayadas, en uno u otro momento, para salir del paso, desplazar la responsabilidad o minimizar el fenómeno.
El primer caso es la muerte de Ian Leonardo Chacón Berrocal, de 11 años, quien dio la vida por salvar la de su madre. No lo logró, pero su heroísmo habla de una promesa truncada. Un trío de jóvenes armados ingresaron a la vivienda del niño, en Santa Marta de Matina, Limón, durante la celebración del 29.º cumpleaños de la madre. El principal objetivo era la pareja de la mujer, pero también la atacaron a ella. Ian se interpuso y recibió varios balazos en el abdomen. Fue trasladado en una avioneta ambulancia al Hospital Nacional de Niños, donde soportó cuatro operaciones y murió dos días después del ataque en la unidad de cuidados intensivos.
Su muerte desmiente que los delincuentes se estén matando entre ellos. Si así fuera, el Estado tampoco podría cruzarse de brazos, pero las víctimas colaterales abundan y, en este caso, la nobleza de los sentimientos de la víctima magnifica la injusticia. Ian no podría ser más inocente. Murió por amor a su madre y a causa de su propia valentía.
Los homicidas del caso también ofrecen una medida de la tragedia nacional. Integran una organización con tres decenas de miembros, incluidos siete menores. Ellos mismos apenas superan el límite de la minoría de edad. Están en plena juventud y ya cometieron al menos tres homicidios en cuadrilla.
La segunda noticia reciente es conmovedora por razones distintas. Ejemplifica el deterioro de los vínculos más sagrados. También es un caso de madres e hijos, pero no hay inocentes. Las mujeres colaboraban con los adolescentes para operar una “agencia de sicariato”, en palabras del Organismo de Investigación Judicial (OIJ).
La organización es sospechosa de cuatro homicidios cometidos entre junio y agosto del 2021 en Alajuelita, San José y la ruta 32, en las cercanías de Heredia. A los adolescentes, de 17 años en aquel momento, se les atribuye participación en dos de los crímenes. La “agencia” de homicidios por encargo contaba con 16 integrantes y las madres recibían el pago en sus cuentas bancarias, gestionaban la compra de municiones y cancelaban viáticos.
En la cúpula de la organización está un hombre encarcelado en La Reforma, quien giraba instrucciones mediante un número telefónico con prefijo nicaragüense. La “agencia” asignaba a los miembros diversas funciones, incluidas labores de vigilancias y seguimiento, logística y transporte.
La relación entre los adolescentes y sus madres se manifiesta de forma trágica en la transcripción de una de las intervenciones telefónicas incorporadas al expediente. “Bueno, ahorita le van a depositar medio millón ahí. Pero no gaste la plata en tonteras, mami, por favor, administre la plata. Usted sabe, téngala ahí guardada y nada más. Diay, si ocupa comprar comida, compre lo necesario, y, diay, trate de no hacer mucho loco. Diay, no le diga a Douglas que tiene plata porque, si no, no la suelta”.
Es el homicidio normalizado, como negocio familiar. La llamada y las advertencias sobre el manejo prudente del dinero podrían ser entre un joven dependiente de comercio y su madre, a cuyo sustento pretende contribuir. Es una relación tan espeluznante como conmovedor es el sacrificio del niño asesinado por defender a quien le dio la vida.
El crimen ingresó a las viviendas y se entrelazó con vínculos familiares antaño venerados. La respuesta del Estado no puede limitarse a la represión del delito, necesaria pero insuficiente. La drástica reducción del gasto social, comenzando por los programas diseñados para mantener a los jóvenes en las aulas, tendrá un costo creciente.