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Август
2024

Todo comenzó con un Atari 2600: Una pasión por los videojuegos que nunca se apagó

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Recuerdo la primera vez que sostuve una consola en mis manos. Era una fría mañana de Navidad en 1988, cuando mi papá decidió regalarnos, a mi hermana y a mí, un Atari 2600. Aquel instante, que podría parecer uno más en la vasta colección de recuerdos de la niñez, se convirtió en un hito en mi vida, un momento que marcaría el inicio de una pasión que continúa a lo largo de los años. Esa consola, con su sencilla palanca y su botón rojo, era mucho más que un simple juguete; era una puerta a un mundo nuevo, a un universo donde la tecnología y la imaginación se mezclaban.

A lo largo de los años, los videojuegos no solo se convirtieron en mi pasatiempo favorito, sino en un verdadero medio de aprendizaje y crecimiento. Con esa consola negra de gráficos limitados, y con 128 juegos incorporados, comencé a comprender la relación entre causa y efecto, estrategia y resultado. Cada juego era un desafío, una lección sobre tenacidad y paciencia. A pesar de que el Nintendo ya ofrecía gráficos superiores, para mí, ese Atari era lo máximo. Me permitió sumergirme en mundos que, aunque pixelados, nos daba cientos de posibilidades.

Con el tiempo, mi pasión por los videojuegos se volvió un puente que conectó mi vida con la de otros. Encontré amigos que compartían esa misma afición, y juntos, pasamos incontables horas frente a la pantalla, visitando los diferentes mundos de Super Mario Bros., compitiendo en el canchas de Soccer, o corriendo y saltando a toda velocidad en Excitebike. Estos, más que una simple actividad, eran un lazo que fortalecía nuestra amistad, una fuente de risas, complicidad y, en ocasiones, también de frustración compartida.

Pero, como en toda historia, llegó otro hito. Ese momento fue el día en que jugué el Super Mario World en Super Nintendo y me enamoré de ese bigotudo de gorro rojo. Esos gráficos eran asombrosos, una evolución que no podía creer, un mundo lleno de color y detalle, un lugar que parecía ser diseñado especialmente para que me perdiera en él.

Shigeru Miyamoto nos regaló un universo donde cada nivel era una obra maestra, un desafío que esperaba ser conquistado. Y lo intenté, una y otra vez, porque cada victoria, cada mundo superado, era un pequeño triunfo que me llenaba de alegría.

Con el paso de los años, mi pasión nunca disminuyó. Incluso durante los años de universidad, cuando el tiempo y los recursos eran escasos, siempre encontraba la manera de disfrutar un buen juego. Se convirtieron en un refugio, en un espacio donde podía desconectarme de las preocupaciones y simplemente disfrutar.

Hoy, con más de cuatro décadas a mis espaldas, sigo sintiendo la misma emoción que sentí aquella Navidad cuando tenía 7 años al encender aquella consola.

Aprendí que, al igual que la vida, estos juegos están llenos de altos y bajos, de momentos de alegría y de frustración, pero también de lecciones. Aprendí a valorar la unión y la amistad que surgen de compartir una partida, a apreciar la belleza de un diseño y las historias bien hechas, y, sobre todo, a nunca rendirme, porque siempre hay una manera de avanzar, incluso cuando todo parece perdido.

Y así, seguiré jugando, seguiré explorando nuevos mundos, porque en cada juego hay una historia esperando a ser contada, un nuevo desafío que superar y un nuevo recuerdo que crear. Porque, finalmente, no se trata de ganar o perder, sino de disfrutar el viaje, de aprender y crecer, y de compartir esos momentos con aquellos que más importan. Y espero que, cuando esté viejito y en mis últimos días, aún tenga la fuerza para jugar un ratito más, porque cada partida es un pequeño reflejo de la vida misma.