La cultura del blablablá
Aunque la fotografía de un hombre sonriente suele representar al autor de esta columna, escribo estas líneas entristecido por la incontrolable violencia que azota al país.
Duele pensar que una balacera apagara la alegría del pequeño Ian Chacón, de 11 años, quien intentó defender a la mamá de unos pistoleros en su casa, en Matina, Limón.
El niño amaba jugar fútbol y soñaba con ser piloto de aviación. Lamentablemente, ahora engrosa la lista de víctimas inocentes de una ola de asesinatos que no parece tener fin.
El mismo lunes en que Ian falleció, alumnos del Colegio Técnico Profesional (CTP) de Limón protagonizaron un zafarrancho en las instalaciones de la secundaria.
Un video muestra a varias jovencitas intercambiando golpes, patadas, empujones y jalones de cabello en medio de la frenética gritería de otros estudiantes.
Y solo un día después, Loida Villalobos Gamboa, ama de casa de 34 años, fue asesinada a tiros por el esposo enfrente de la hija menor de ambos, de tan solo cinco años.
Asusta observar tantos signos de descomposición en tan solo cuatro días, pues evidencian que la paz se nos está escapando de las manos a una velocidad vertiginosa.
Es evidente que la violencia anda desbocada porque no encuentra resistencia en las autoridades llamadas a controlarla ni en las instituciones encargadas de prevenirla ni tampoco en los hogares.
El problema es que cada vez que salen a la luz hechos dolorosos nos rasgamos las vestiduras y sacamos el dedo acusador para señalar las culpas de los demás, pero no resolvemos nada.
La razón es muy simple: tenemos una capacidad impresionante para producir cantidades navegables de diagnósticos y proyectos, pero carecemos de determinación para ejecutarlos.
A lo mejor, parte de esa inacción es causada por un sentimiento de indiferencia, porque creemos que el problema es solo de los demás, o porque hemos comenzado a normalizar la situación.
En otros casos, resulta claro que la demagogia, el cálculo político, la incompetencia, los egos y la corrupción atrofian los ya de por sí lentos molinos de nuestro aparato institucional.
A fin de cuentas, vivir en la cultura del eterno blablablá nos está pasando una altísima factura, pues, queriéndolo o no, estamos alimentando a un monstruo que parece tener un apetito insaciable.
El autor es jefe de redacción de La Nación.