Volátiles y volubles
Se dice con frecuencia que cambiar de opinión es de sabios; sin embargo, cambiar demasiadas veces de opinión puede ocasionar perder el rumbo. Existe un límite para la desorientación y para la incertidumbre, aun en un planeta en el que lo único constante es la posibilidad, tarde o temprano, de que todo tenga modificaciones.
Durante las últimas semanas, la economía mundial ha bordeado la recesión y regresado a la llamada exuberancia de los mercados en cuestión de días, con bandazos tan pronunciados que la volatilidad se confunde en no pocas ocasiones con la volubilidad de los agentes financieros, hasta llegar a cuestionarnos cómo podríamos distinguir la diferencia entre un comportamiento y el otro.
Todo comenzó con un débil reporte de los empleos en los Estados Unidos, que se agravó con las apuestas en yenes japoneses para ganar más en países con tasas altas de interés y que fueron detenidas abruptamente por el banco central de ese país. Luego vinieron otras turbulencias variadas que, de una noche a otra, se olvidaron para dar rienda suelta otra vez al riesgo y a la audacia en los pisos de las bolsas de valores.
Este comportamiento ha sido valorado por especialistas y medios de comunicación por sus rasgos de irracionalidad y de una variabilidad peligrosa para el momento histórico en el que nos encontramos. El desequilibrio entre las fuerzas económicas persiste y las naciones y sus acuerdos comerciales no parecen ser eficaces al momento de inyectar sentido común a sus mercados para que esta montaña rusa gane un poco de horizontalidad y de calma. En eso estábamos, cuando la Reserva Federal estadounidense, en su retiro anual, no esperó mucho para anunciar un recorte de tasas que hizo que el mundo recuperara la respiración, pero que los mercados dieran rienda suelta a una temporada de especulación que podría salirse de control en lo que queda de 2024 y el próximo año.
Cuando en 1908 el primer ministro británico Herbert Henry Asquith nombró a Winston Churchill al frente del Consejo de Comercio, lo hizo con un objetivo: aprovechar su talento político para armar un Estado “benefactor” en el cual los intereses de la mayoría prevalecieran sobre la poderosa clase industrial inglesa que ya cometía varios excesos. Como a Churchill podían acusarlo de todo —y lo hacían— menos de ser un auténtico liberal, su paso por el Consejo sentó las bases de esos sistemas de asistencia social a los que tanto nos referimos sin la crítica de que se trataban de medidas electorales o de izquierda. A Churchill, simplemente, le parecían acciones lógicas para abatir la desigualdad de aquel entonces.
Mientras tengamos regiones del mundo devastadas por el conflicto, conviviendo con otras que se enfilan a concentrar la prosperidad, estamos en el peor de los escenarios para construir un planeta más equitativo. No es una posición ideológica, simplemente es la idea práctica, y comprobable, de que la paz y la justicia son los mejores elementos para el crecimiento económico.
Si lo analizamos de esa manera, tener estas rachas de audacia compulsiva de los mercados (haciendo apuestas de continente en continente) y de pesimismo infundado porque tememos que pase algo que no termina por suceder es equivalente a crear las condiciones para una probable crisis que nadie contempla, porque no existe. Pero que, de tanto anticiparla, termina por surgir.
Los esfuerzos de las naciones y de sus bancos centrales deben dirigirse hacia el equilibrio, no al fomento de un modelo económico por encima de otro. Queda claro que el comercio internacional es la vía para mejorar las condiciones de vida de las sociedades; sin embargo, no puede lograrse a costa de la soberanía o del sufrimiento innecesario de las sociedades que, por cierto, también son los consumidores que necesitan los mercados.
Una discusión sobre la redistribución de la riqueza y el balance de los países en sus respectivos bloques es impostergable. Tanto, que de ella depende el futuro de esos mercados que piensan que los movimientos de capitales son parte de la época moderna del capitalismo.
Así como el consejero Churchill se convenció de que el Estado debía ser la balanza entre los poderes económicos, e incluso encargarse de las carreteras, los trenes, la educación masiva y la salud pública para todos los ingleses, debemos dialogar acerca de lo que es necesario hacer para establecer Estados de bienestar que convivan con mercados de valores responsables.
Churchill tenía claro que más allá de las operaciones bursátiles y los negocios internacionales, la importancia de la economía inglesa se encontraba en unos personajes a los que se debía defender: los pequeños empresarios; quienes, con el apoyo correcto, la voluntad y el compromiso del Estado, podían edificar una potencia. La historia terminó por darle la razón.