Gaslighting, por Rosa María Palacios
Nada hay de misterioso en el artículo 159 inciso 4 de la Constitución. No está escrito en sánscrito, ni se requieren habilidades superlativas para entender lo que ahí se dice. ¿Quiere ponerse a prueba? Lea esto: “Corresponde al Ministerio Público conducir desde su inicio la investigación del delito”. ¿Difícil? No, ¿verdad? Tan sencillo que usted no necesita ni primaria completa para entender que cuando exista un delito, lo investigan los fiscales. ¿Desde cuándo? Desde el inicio. ¿El inicio es uno o hay varios inicios? Pues, la lógica más simple nos indica que el inicio es uno y será el que indique el fiscal. ¿Y qué hace la policía entonces? La Constitución tiene la respuesta porque inmediatamente añade: “Con tal propósito, la Policía Nacional está obligada a cumplir los mandatos del Ministerio Público en el ámbito de su función”.
72 congresistas de Fuerza Popular, APP, Perú Libre y aliados del pacto de facto no leen lo mismo. Han modificado el Código Procesal Penal, una ley de menor rango que la Constitución, para que diga: “La Policía Nacional del Perú tiene a su cargo la investigación preliminar del delito”. Lo que han hecho es modificar la Constitución, por ley. ¿Se puede hacer eso? No. Al menos, no en una democracia. En el Perú, modificar la Constitución necesita 87 votos en dos legislaturas. Eso no se ha hecho.
Dos asuntos merecen destacarse. El primero, que no es la primera vez. No es la primera vez que este Congreso modifica la Constitución por ley y hasta el Tribunal Constitucional los premia. Solo vean el caso de la cuestión de confianza, el de la vacancia presidencial o el de los permisos de viaje de la presidenta por no hablar de la prescripción de los crímenes de lesa humanidad. Tampoco es la primera vez que el Congreso se muestra desesperado por quitarle facultades al Poder Judicial y al Ministerio Público, ni será la última. Mucho menos es la primera vez que el poder político quiere que la policía (brazo armado del Ejecutivo) se libere del control de un órgano autónomo como el Ministerio Público. Sobre este tema, en particular, ya hay una acción de inconstitucionalidad contra decretos legislativos expedidos, por Dina Boluarte, (1592, 1604, 1605 y 1611) pendiente de resolución del Tribunal Constitucional.
El segundo asunto es el gaslighting que, como gran mecanismo de manipulación, usa tanto el Ejecutivo y el Legislativo para imputarnos que los locos somos los que entendemos lo que dice la Constitución. La Real Academia Española incorporó en el 2014 el término “gaslighting” como “hacer luz de gas a alguien” y lo definió en estos términos: “intentar que dude de su razón o juicio mediante una prolongada labor de descrédito de sus percepciones o recuerdos”. El término tiene su origen en la muy famosa película Gaslight (1944) de George Cukor, interpretada por un manipulador Charles Boyer, que planifica una serie de juegos mentales con su esposa, interpretada por Ingrid Bergman para hacerle creer que está loca, a través de la descalificación.
Tenemos, pues, el objetivo: destruir la independencia de poderes autónomos, como ya lo hizo el Congreso con la Presidencia, el TC o la Defensoría; y el método: normalizar esta conducta, negándola e imputando locura a quien la hace ver una y otra vez. Esta conducta política no es creación heroica peruana, sino más bien psicopatía extendida en el poder. Todos los dictadores, autócratas, y aspirantes a serlo, activan en su modo autoritario una autojustificación que les permite usar la ley como herramienta para darle “normalidad” a sus objetivos. Tomemos como ejemplo a Nicolás Maduro. La evidencia es incontestable: perdió las elecciones. Pero hace que las autoridades electorales y judiciales lo proclamen ganador. Y si él es el ganador, en esa apariencia de legalidad, los que lo nieguen serán los errados. Esta conducta política no tiene bandera ideológica. Ahí tienen a Donald Trump, negando con total serenidad hechos probadamente ciertos y que acontecieron ante los ojos de todos.
¿Y la motivación? El gran motivo es siempre el poder. Usar la ley para tapar las inmundicias que recubren a los que se enlodan por obtenerlo. En esto, hay que notar que, en este Congreso, la mayoría va de socia porque casi todos están procesados y no faltan los condenados, incluyendo a los líderes de los partidos; pero es Waldemar Cerrón y los suyos que controlan la Comisión de Justicia, los que más aporte delincuencial están haciendo para destruir el Poder Judicial y el Ministerio Público. Ya lo lograron con la colaboración eficaz, los allanamientos, la criminalidad organizada y van por más. Hay proyectos para minimizar los embargos, destruir la extinción de dominio, impedir que el juez resuelva mientras se le recusa, pero, por sobre todas las cosas, perseguir jueces y fiscales por sus fallos. Como lo leen. Desde sacarlos de la carrera judicial hasta meterlos presos si sus sentencias son contradichas en una instancia superior.
El sistema de justicia peruano es débil y atravesado de carencias, errores y corrupción, pero, aunque nos pese hoy, es la última línea de defensa de la democracia. Su destrucción paulatina, para ponerlo al servicio de políticos investigados, será el final de la forma democrática de gobierno. Un final esperanzador para la impunidad, en el que están hermanados Vladímir Cerrón y Dina Boluarte; Keiko Fujimori y Rafael López Aliaga; Cesar Acuña y José Luna.
El ministro del Interior, enfrentado por la prensa por sus continuos ataques al Ministerio Público, arremetió esta semana contra un grupo de reporteros que le pedían su reacción frente al último atropello inconstitucional del Congreso. “¡Infórmese!”, gritaba y añadía que el Congreso podía modificar el Código Procesal Penal, sabiendo perfectamente que se está violando la Constitución. No, los locos no somos nosotros. No dejemos que nos hagan “luz de gas” desde el poder.