Recuperemos el respeto en cada espacio que habitamos
La regla de oro “no hagas a otros lo que no quieres que te hagan a ti”, que suele atribuirse a Hilel (conocido como el Sabio y el Viejo, 70 a. C.-10 d. C.), rabino que vivió en Jerusalén y organizó la Torá, suplica ser reavivada en tiempos en los cuales el valor moral del respeto va perdiendo la batalla. Fenómenos como la indiferencia, la negligencia, la impunidad, el oportunismo y la irresponsabilidad se imponen.
En el libro La falta de respeto, el ensayista Sergio Sinay señala que una mala versión de la regla de oro es la de quienes profesan “que otros hagan lo que se les antoja, siempre y cuando no me perjudiquen”, porque, aunque se disfrace de respeto, lo que en realidad encubre es una alta dosis de egoísmo e indiferencia.
Al respecto, la filósofa Silvina Vázquez rescata los planteamientos y reflexiones del psicoanalista Wilfred Bion, para quien el pensamiento es un órgano interior que nos habilita para aprender de la experiencia. El pensamiento, en Bion, no emerge como un recogimiento individual al estilo cartesiano, sino como una relación de al menos dos personas. Una suerte de “intermente” que se pone en funcionamiento gracias a un acuerdo benéfico entre ambas partes. Lo relevante aquí es comprender que la mente humana necesita de por lo menos otra mente humana para pensar.
De lo anterior se desprende que el respeto es condición sine qua non para que el pensamiento tenga lugar, para que el otro y sus ideas sean más que palabras o abstracciones ajenas a nuestra realidad.
Con el respeto como mar de fondo, nos alentamos a cruzar la tormenta psíquica que podría desatarse ante el encuentro con lo distinto que traen los otros. El respeto se vuelve tan esencial para el pensamiento como el alimento lo es para el cuerpo humano. Cabe recordar que es un tipo de pensamiento que se origina en el cara a cara con otro ser humano, y no en la interacción con un algoritmo.
La falta de respeto, como síntoma social del malestar cultural actual, encuentra su mayor expresión en la fractura de una sociedad que celebra la transgresión. El transgresor, a quien Sinay llama “el peor de los héroes”, es quien se salta las normas, burla la ley, crea la trampa, y se ha convertido sin prisa y sin pausa en un héroe colectivamente aplaudido y alentado. La falta de respeto es inherente al transgresor, y tanto él como sus consejeros y seguidores creen que eso es un mérito.
El mundo se caracteriza por su permisividad y su dificultad para prohibir. El pudor cae, dando paso a la irreverencia, al absoluto desprecio por el lazo social y por la convivencia en los espacios públicos, y a la instrumentalización de las personas en los espacios privados. Así, como testigos y cómplices de pequeñas recompensas exprés, que fungen como bálsamo para una individualidad exaltada, la falta de respeto se nos presenta como un modo de no vinculación que incita al caos.
A lo largo de su libro, Sinay describe un repertorio de faltas de respeto que consolidan poco a poco la vida social y que se evidencian en la cotidianidad de nuestro país. Con ello, se reconfigura la idiosincrasia del costarricense: calles sucias por obra de ciudadanos que desparraman su basura con impune despreocupación, rampas para sillas de ruedas o cochecitos de bebé obstruidas por automóviles, camiones estacionados con indiferencia hacia quienes las utilizan, personas que se cuelan en cualquier fila sin considerar a quienes están antes que ellas, peatones que cruzan las calles por donde les dicen sus pies y no sus cerebros hipnotizados por sus celulares o aislados por sus audífonos, conductores de automóviles, camiones, motocicletas y hasta bicicletas invadiendo sendas peatonales, irrespetando luces rojas y acelerando en las luces amarillas, conduciendo sobre las aceras y en zonas donde tienen prohibido circular.
Asimismo, la inquietante costumbre de gritar en lugar de hablar, departamentos de atención al cliente inexistentes, pues solo son voces metálicas grabadas que no conducen a ninguna solución, el modelo económico “primero yo y los míos” que de manera casi obscena legitima el apropiarse de bienes, espacios y oportunidades antes de que lo hagan otros, la incitación de padres a sus hijos a desconocer la autoridad, las peroratas políticas —muchas de ellas lanzadas por el poder estatal— descalificadoras y de intensa violencia verbal, disposiciones que no se cumplen, horarios que no se respetan, la naturalización de la mentira y la insensibilidad ante sus efectos.
Lo expuesto nos demanda activar un estado de alerta y pensar cómo restituir el respeto en cada espacio que habitamos, en cada encuentro con el otro. Es necesario deponer la soberanía del yo, como ya había advertido Freud, no solo hacia la interioridad de lo no consciente, sino también hacia la exterioridad del ser humano que aparece en el encuentro con el otro, y que implora sus cuidados y su respeto.
La autora es psicóloga y psicoanalista.