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Август
2024

El triste final del bandolero masón y mujeriego que asoló Madrid en el XIX

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Abc.es 
Que no, amable lector, que no todos los bandoleros rojigualdos fueron de monte y siesta bajo las estrellas. Hubo también algunos que pasearon sus fechorías por las urbes más colosales y plagadas de fuerzas del orden. Aunque el más popular tiene su nombre y sus apellidos: Luis Candelas Cajigal . Un madrileño nacido en Lavapiés que ABC definió un siglo después de su muerte como un «hombre de capacidad, inteligente y de modales finos», pero también como ese «maestro del fingimiento y de la astucia que lideró la cuadrilla que sembró el terror en la villa y corte». Un personaje con sus muchos claros y otros tantos oscuros, vaya. Fue alumbrado el pillo el 9 de febrero de 1804 en el corazón de la capital, y lo hizo de un ebanista que no adolecía de falta de caudales. Pero, lo que son las cosas, aquello no fue bastante para apaciguar sus impulsos. Se cuenta que, cuando sumaba una docena de primaveras, dirigía ya una pequeña banda de rufianes dedicada al innoble arte del robo. A su vera estuvo siempre su progenitor, presto a encauzarle por el buen camino. Gracias a él pasó por la Administración del Estado como agente del fisco –lo que son las cosas– y viajó por Alicante, La Coruña y Santander. Pero tiró la cabra al monte, y poco le importó la herencia que recibió de su padre. «Luis Candelas tenía buena presencia y arrojada figura. Espléndido, generoso, gastaba el dinero en francachelas. Se relacionó mal y se hizo jaque y rival de todo el que se jactara de arrojado y valiente. Como gastaba, y no producía, se le agotaron sus recursos. Por su carácter rumboso y disipador no pudo soportar su ruina, y se lanzó al robo», escribió ABC en 1944. Y así lo atestiguan sus muchas detenciones. En 1823 fue arrestado por primera vez por «vivir de las mujeres» –rellenen los huecos como quieran–; y otro tanto sucedió al año siguiente por el robo de unas caballerizas. Entre jaleo y trifulca, Candelas pasó por prisión hasta en cuatro ocasiones. Cumplió las penas anémicas; el resto, aquellas más gruesas, las redujo porque siempre rehuyó los delitos de sangre. Y eso, en una época en la que la guerra contra el carlismo provocaba continuos derramamientos de sangre entre 'hunos y hotros ', era ya mucho decir. Aunque las rejas no le quitaron las ganas de latrocinio. Valga como ejemplo que en su ficha era conocido como «espadista» y «tomado del dos». Así, a finales de los años veinte estableció su cuartel general en la calle de los Leones junto a otros tantos cuatreros dedicados, como explica la Real Academia de la Historia (RAH), a la estafa, el carterismo, el atraco, el robo domiciliario y el asalto de mensajería local. Fue aquella época en la que Candelas y sus colegas se convirtieron en el azote de la ciudad. Sus robos, narran las crónicas, se contaron por decenas. Pero, curiosidades de la historia, el pueblo sentía cierto cariño por él. Ya lo decía la canción popular que se entonaba en calles y tabernas: « Madrid te anda buscando para perderte, y yo te busco ¡solo para quererte! ». Aunque, en palabras de ABC, su leyenda se hizo tan grande que acabó tupida por cierta niebla de fantasía: «Muchos de los robos que se le atribuyeron existieron tan solo en la imaginación de los folletinistas: el que hizo con traje de obispo, el de la manteca arrojada a los ojos del tendero que le perseguía...». Aunque no se puede decir que fuera infalible; ni mucho menos. Entre 1828 y 1832 fue arrestado en varias ocasiones –las fuentes difieren en la cifra– y encerrado otras tantas. En lo que sí coinciden los expertos y los periódicos de la época es en que siempre conseguía escapar. «Seis veces se evadió Luis Candelas. Tan seguro estaba de poderlo hacer que, encadenado con otros varios por las calles de Madrid y amenazado de muerte si escapaba, al ver a uno de su cuadrilla que acudía a la cita para el célebre robo a la modista de la Reina, le dijo: 'No pases cuidado. ¡No faltaré!», escribió este periódico. El porqué diantres se dedicó Candelas al pillaje es una auténtica incógnita. Y más cuando, a principios de los años treinta, recibió una cantidad considerable de dinero tras la muerte de su madre: 62.000 reales. Podría haber abandonado entonces su vida de traición y robos, pero no tuvo esa fortuna el pueblo madrileño. A cambio, a partir de entonces inició una doble vida: rico y elegante por la mañana, delincuente por la noche. «Siguió usando su indudable genio a aplicar la técnica del robo, pero rechazó por sistema la violencia y la sangre», escribió Alonso Tejada en 'Gente de trabuco. Historia del bandolerismo español'. Buen carácter, bien parecido, amplios caudales, popularidad... Candelas se convirtió en el perfecto bandolero y, esos mismos años, se ganó el cariño de personajes como Salustiano Olózaga . Este político, capturado en la desarticulación de una célula liberal, logró escapar de prisión gracias a nuestro bandido. Y le estuvo agradecido... ¡hasta el punto de incluirle en la Masonería! Toda aquella red de contactos fue la que le ayudó a escapar, una y mil veces, de sus posteriores encierros en lugares tan remotos como el Peñón de la Gomera en 1834 o, dos años después, de varias prisiones peninsulares. Pero hasta el bandido más bregado debe colgar la faca alguna vez. Cuenta la RAH que, entre 1836 y 1837, nuestro Candelas volvió a evadirse de la cárcel y decidió, harto ya de tanta correría, retirarse de la profesión y escapar de España junto a una de sus muchas queridas: la humilde y fiel Clara María, de 17 primaveras. Porque sí, fue un rompecorazones. Aunque, o eso pensó, necesitaba una buena cantidad de monedas para cambiar de vida... y no pensaba conseguirlas a golpe de trabajo. Así arrancaron los que fueron sus últimos delitos; los más grandes, por cierto. Desde el robo en la casa de un presbítero, hasta el famoso asalto a la vivienda de una rica modista de Madrid. Así lo explicó ABC: «Tres importantes robos fueron la base de la última causa: el de la calle Preciados, número 57, en casa del presbítero don Juan Bautista de Tárrega; el del espartero Cipriano Bustos, y el famosísimo de la modista de la «Reina, doña Vicenta Mormín. Aquí llevaba Candelas traje de manolo, con capa, chaqueta, chaleco blanco y sombrero redondo de copa alta. Iba pálido, afeitado, gran patilla, bigote...». La pareja estaba lista para partir cuando los periódicos de la época informaron de que comenzaba la captura de la presa. En palabras de este diario, «un sargento de la Milicia Nacional, con seis números a caballo, los detuvo cerca de la villa de Olmedo el 18 de julio de 1837». Iban por el camino real. La una, montada en una jaca «que le había costado 22 duros»; el otro, por entonces de 29 años, a pie, a su lado. Cuatro meses después se vio la causa en la Audiencia de Madrid. Y, al fin, se cumplieron los deseos de las autoridades: Candelas, el hombre más querido y odiado de la capital, fue condenado a muerte acusado de 42 delitos probados. ABC narró que «la sentencia definitiva se pronunció el 4 de noviembre de 1837» y que el reo la escuchó con suma serenidad. Entró Candelas en capilla a las once menos cuarto «con tal valor que, a no ser públicos los hechos, se dijera valor de la inocencia». Allí elevó un escrito a la Reina : «No acudo con las manos ensangrentadas. Por mi culpa no ha quedado el hijo huérfano, ni viuda la esposa; he combatido por la causa de vuestra augusta hija». Pero nada logró. Dos jornadas después inició su camino hacia el cadalso. Allí, sereno, pidió decir unas últimas palabras: «He sido pecador como hombre, pero nunca se mancharon mis manos con la sangre de mis semejantes. Digo esto porque me oye el que va a recibirme en sus brazos. ¡Adiós, patria mía, sé feliz!».