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Август
2024

¡Es el Señor!

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Meditación para este XIX domingo del tiempo ordinario

«¿Cómo puede este darnos a comer su carne?, se preguntaban los que no comprendían a Cristo. Porque es difícil acoger el deseo de Dios de entrar en una comunión tan íntima con nosotros. Pero Él sí es capaz de sobrepasar cualquier imposibilidad por acercarse a quienes ama. Por eso se queda en el Sacramento que da la vida y nos invita a acogerle con confianza y entrega. Leamos con atención:

«En aquel tiempo, los judíos murmuraban contra Jesús porque había dicho: “Yo soy el pan bajado del cielo”, y decían: “¿No es este Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?”. Jesús tomó la palabra y les dijo: “No critiquéis. Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado. Y yo lo resucitaré en el último día. Está escrito en los profetas: ‘Serán todos discípulos de Dios’. Todo el que escucha al Padre y aprende, viene a mí. No es que alguien haya visto al Padre, a no ser el que está junto a Dios: ese ha visto al Padre. En verdad, en verdad os digo: el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron; este es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera. Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo”» (Juan 6, 41-51).

El sacramento eucarístico es un signo de contradicción desde que Cristo lo anuncia. Para unos es fuente de vida eterna y para otros es escándalo y tropiezo. Porque el evangelio, siempre desafiante, exige que tomemos posiciones claras en la vida- Y la Eucaristía es el evangelio hecho alimento corporal. Que el Lógos de Dios se haya hecho carne y se haya dejado matar en la cruz es el mayor escándalo y locura para el mundo, y si además esta carne se hace pan, no puede ser menos desconcertante. Este amor divino hecho carne y sangre, pan que se parte, se reparte y se comparte, puede alcanzar y sanar lo más profundo de nuestra humanidad. Necesitamos ser alimentados en ese punto en que se unen nuestra carne y nuestra alma, nuestra vida física y espiritual. Solo el Cuerpo y la Sangre del Señor pueden llegar a ese recinto sagrado para redimirnos y llevarnos a la eternidad.

Cuando en el Credo afirmamos «Creo en la vida eterna», no proclamamos un vivir por años ilimitados, repitiendo las experiencias terrenas. Cristo ha venido a traer vida en plenitud: «Yo he venido para que tengáis vida, y vida en abundancia» (Jn 10, 10). Si necesitamos alimentos naturales para nuestra vida temporal, con mayor razón necesitamos alimento sobrenatural para alcanzar esa plenitud. Esto nos libera de una visión limitada de nuestra existencia y tareas, orientándonos hacia un horizonte más amplio. Recuerda: «No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mateo 4, 4).

Hoy debemos subrayar la sobrenaturalidad del sacramento eucarístico como concreción de nuestra fe en Cristo. Ya que él es el Dios encarnado, que asume todo lo humano para divinizarlo, nosotros hemos de recuperar la preparación interior y los necesarios gestos exteriores de adoración y reconocimiento de lo divino cuando nos acercamos a su presencia eucarística. San Juan Pablo II dijo: «En la Eucaristía, el sacrificio de Cristo se convierte también en el sacrificio de los miembros de su Cuerpo. La vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración, su trabajo, se unen a los de Cristo». ¿Pero los gestos exteriores de muchos católicos hoy manifiestan esta verdad de fe? Por ejemplo: ¿Dónde se practica hoy la reverencia hacia el Sagrario al entrar y salir del templo? ¿Dónde la genuflexión antes o mientras se recibe la comunión? ¿No son acaso el desdén y la prisa de muchos al recibirlo, ahora incluso con sus propias manos, una expresión de cuán poco se reconoce que quien está ahí es el Señor? Como se ve en este evangelio, fueron precisamente los fariseos quienes creían saberlo todo sobre Jesús y por eso poder disponer de él a su antojo. En cambio, estaban muy lejos de la auténtica comunión con él.

Hoy en día resulta evidente que la Iglesia solo vibra, brilla y crece en aquellas comunidades donde se celebra con dignidad y reverencia la Eucaristía. Esto puede verse, por ejemplo, en el empuje y crecimiento de tantas familias, parroquias y congregaciones religiosas que crecen en vocaciones y frutos evangélicos gracias a la importancia que le dan a la adoración eucarística, las confesiones frecuentes para comulgar en gracia y la muestra de gestos de adoración y reverencia al recibir la Comunión. Penosamente, tantas otras realidades eclesiales hoy languidecen y se extinguen precisamente porque primero fueron descuidando y relativizando esos aspectos. ¿Cuál será, en cambio, nuestra contribución para no perder este rumbo?