¿Por qué insistir en el lawfare?: el caso de Daniel Jadue y la espectacularización de la justicia
“Creo que hay que sacarse de la cabeza esta idea de la guerra judicial o el lawfare” , señala en una entrevista el ministro de justicia, Luis Cordero[1]. Un par de meses antes, el presidente del Consejo de Defensa del Estado, Raúl Letelier, había adelantado en CNN la presentación de querellas contra el alcalde de Recoleta, dado que se había observado la comisión de algún tipo de figuras ilícitas. ¿Cuáles son los límites políticos de la exposición de un proceso judicial mediático? Sin duda, se nos aparecen las diferencias con otros casos donde las redes de los involucrados son otras. Las implicancias del caso Hermosilla en el Poder Judicial, o el arresto domiciliario de Kathy Barriga y Eduardo Macaya son tal vez los ejemplos más burdos.
El lawfare no es una guerra. Se inscribe en una guerra. Allí nació.
En una rápida lectura bibliográfica sobre su origen, inmediatamente aparece el nombre del retirado mayor general de la Fuerza Aérea de los EE.UU., Charles J. Dunlap Jr., quien se quejaba de cómo el sistema del derecho internacional es usado para desacreditar el despliegue militar de Estados Unidos y sus satélites. Se trataría del “uso de la ley como un medio para conseguir lo que de otra manera tendría que conseguirse con la aplicación de la fuerza militar tradicional”[2].
Resulta obvio, por qué no sin polémica, el concepto de lawfare ha sido traído al ámbito latinoamericano. Como observa Raúl Zaffaroni, no se trata de un fenómeno propiamente nuevo en nuestro continente. El uso político de las instituciones jurídicas ha formado parte de nuestra propia historia del derecho[3].
Concentrémonos en el proceso que sigue el Ministerio Público contra Daniel Jadue.
Particularmente, en los aspectos discursivos que despliega el Ministerio Público (y que han sido aceptados por el Tribunal), en el particular espacio público que configura el proceso penal seguido contra el militante comunista. Específicamente en cómo este actor, el Ministerio Público, se posiciona en la gestión de ciertos intereses, confirmando los sesgos conservadores y manifiesta las contradicciones de nuestro modelo económico y social[4]. Recordemos que a Jadue se le hace comparecer al proceso judicial en su calidad de alcalde y presidente de la Asociación Municipal de Farmacias Populares. En un contexto de un mercado farmacéutico oligopólico que prioriza las ganancias sobre el acceso a medicamentos, la iniciativa de las farmacias populares fue una respuesta que se elabora desde la Municipalidad de Recoleta para enfrentar esa situación, aliándose con otros municipios. La ley habilita a las municipalidades para formar este tipo de asociaciones en una organización con una naturaleza jurídica sui generis, pues se trata de una asociación de derecho privado que administra fondos públicos provenientes de las municipalidades.
El hecho de que esta iniciativa pública-municipal terminara operando bajo una figura jurídica privada refleja las limitaciones (y lo absurdo) de nuestro marco legal para abordar problemas sociales urgentes y que el Ministerio Público parece no ver.
Daniel Jadue está imputado por administración desleal, fraude al fisco, ocultamiento de bienes, cohecho y estafa. Se le imputa que, durante la pandemia, habría convencido a la empresa Best Quality (una distribuidora de insumos médicos) de la fortaleza de la Asociación de Farmacias Populares, para que esta le vendiera ciertos insumos médicos (mascarillas, alcohol gel, y cintas para glucómetros), pese a las malas cifras de la asociación (he ahí la estafa[5]). Se señala que esa negociación establecía unas condiciones tan malas que provocaron la quiebra (liquidación en términos de la ley actual) de dicha asociación (administración desleal[6]) y, paradójicamente, simultáneamente de propiciar la quiebra de la Asociación de Farmacias Populares mientras la intenta mantener a flote con fondos municipales (fraude al fisco). Esta contradicción en las acusaciones pasa por alto la naturaleza y objetivos de este tipo de iniciativas público-sociales.
En otro aspecto, la interpretación del Ministerio Público sobre el supuesto “ocultamiento de bienes” se desprende del traslado de propiedad de una fábrica de prótesis auditivas que servían a las personas más pobres de la comuna de Recoleta, al control de un actor que representa los intereses de particulares (entre ellos los de la empresa cuyo propietario fue formalizado en esta misma causa), lo que implica priorizar esos intereses por encima del bienestar de la comunidad. Este enfoque revela una visión del Ministerio Público más alineada con intereses privados que con el interés público.
Desde luego, el caso también pone de relieve otras complejidades legales y éticas que surgen cuando iniciativas públicas operan en la frontera entre lo estatal y lo privado. La acusación de cohecho, por ejemplo, se basa en una interpretación cuestionable del estatus de Jadue como funcionario público en el contexto de una asociación legalmente definida como privada. Pero nosotras queremos destacar cómo el proceso penal, en cuanto espacio público al cual es llevado, se constituye en una racionalidad que protege ciertos intereses por sobre otros. Sacarlos de ese lugar sombrío que parece ocultar el lenguaje jurídico.
Observemos, ahora, la elección de argumentos que sobre prisión preventiva se despliegan. Al respecto debemos tener presente el conflicto político-penal sobre los que transcurre la discusión. Podemos ver dos corrientes opuestas: una democrática enfocada en la protección de los derechos humanos y, hacia la derecha, una autoritaria. Esta dicotomía, el jurista Raúl Zaffaroni la describe entre el “verdadero derecho penal” y el “derecho penal vergonzante”. Este asunto pone sobre la mesa cuestiones fundamentales sobre el papel del Estado, la naturaleza de la justicia y los límites del derecho penal en una sociedad democrática.
La jueza de instancia, al decretar la prisión preventiva, pudo haber argumentado en torno al artículo 139 del Código Procesal Penal y haber sostenido que, por ejemplo, el arresto domiciliario total era suficiente para asegurar las finalidades del procedimiento, la seguridad del ofendido o de la sociedad. Esto dado que se trataba de una persona de relevancia pública, que había estado a disposición del Ministerio Público y de las diligencias solicitadas por éste antes de ser formalizada la investigación en su contra. El Ministerio Público, sobre la base del principio de objetividad, pudo haber solicitado lo mismo. Pero el Tribunal y el Ministerio Público escogieron argumentar en torno a los criterios de peligrosidad que da ese mismo Código.
Fue una elección del Ministerio Público y del Tribunal tratar a Jadue como una figura peligrosa que debe ser neutralizada mediante el encarcelamiento. Fue una elección la prisión preventiva sobre cualquier otra medida, pese a que debe operar solo a falta de cualquier otra, y que solo se justifica en la medida en que sea el único medio para el desarrollo eficiente de las investigaciones. Tal como los tratados de derechos humanos y la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, imponen tanto al Ministerio Público como a los Tribunales. Fue una elección de normas al interior del sistema que configura un proceso penal de determinadas características al que es llevado Daniel Jadue. Esa elección por parte del Tribunal, obvia la racionalidad político-jurídico del proceso al que comparece. Para declararla se sostiene en un solo criterio: la posible pena a la que se expone de acreditarse estos delitos.
En ese contexto de crisis del sistema político, no parece extraño que cuando se presenta un caso de corrupción en la política, no dudemos que sea cierto. La premisa es que todos los políticos roban. Se opta por la espectacularización de algunos de estos casos. Para obliterar las problemáticas sociales y políticas que abrieron la necesidad constituyente de octubre de 2019, se requiere construir enemigos en todos los sectores. Se requieren sacrificios mediáticos.
Como nos dice la abogada y exfiscal argentina Cristina Caamaño:
“Se introduce en la opinión pública el título impactante de una noticia, conteniendo siempre las palabras que la opinión pública recepta en forma absolutamente negativa (corrupción, malversación o defraudación pueden ser útiles para dicha función). Esta noticia se difunde a través de los medios hegemónicos sin importar si hay o no base probatoria. A su vez, el sector judicial da inicio a una causa penal y comienza a ‘recolectar el material probatorio’. No importa si son fotocopias que nunca podrán peritarse; tampoco interesa la forma en que se obtienen las pruebas; mucho menos van a reparar en velar por las garantías del imputado”[7].
Ese sacrifico se logra en el encuadre que los medios de comunicación hacen de la prisión preventiva, que pese a ser una medida cautelar del proceso penal, es presentada como un triunfo del modo de operación de “la justicia”. Aunque falta una investigación (o por lo menos no la encontramos en la rápida mirada que realizamos para este breve trabajo) más detallada en nuestro país, en la bibliografía comparada se constata, al menos, como por fuera del ámbito judicial los medios de comunicación “ingresan” a la administración de justicia y condicionan las decisiones de los operadores jurídicos publicitando —y en ocasiones reprobando— las decisiones judiciales[8].De esta manera, la presunción de inocencia cede a la noticia-mercancía y se vuelve un principio sin sentido, o que opera solo para algunos pocos, presionando en una dirección que exige a la prisión preventiva como regla general.
Las cifras muestran que lejos de ser excepcional, provisional y proporcional en nuestro sistema, ya para el año en 2021 las personas sujetas a esta medida representaban un 36,5 % de la población penal en Chile. En 2020, un 77 % de las personas en prisión preventiva recibió una sanción no privativa de libertad y más de 33 mil imputados en prisión preventiva fueron declarados inocentes ese año[9]. Poco importa la referencia a nuestra propia legislación y a los compromisos internacionales en materia de derechos humanos. Encarcelar se vuelve una solución rápida contra la sensación de impunidad, contra la inseguridad, contra las falencias del sistema político. Al menos pareciera que se está “haciendo algo”. Que el problema “ya está en manos de la justicia”.
Así, la prisión preventiva pasa a ser considerada como un medio de anestesia social. La “opinión pública” puede estar tranquila. Allí surge lo “novedoso” del lawfare: en la espectacular alianza “jurídica” y “comunicacional”. El lawfare en ese sentido es la utilización de la espectacularización del sistema jurídico para desacreditar y perseguir al opositor político en el espacio público. En el caso de Daniel Jadue es la imagen del militante comunista engrillado, que excluye toda posibilidad de racionalidad jurídico-política en la que enmarcar el espacio público del proceso penal. Como observa el filósofo Rodrigo Karmy ceden, en una inversión performática, las lógicas jurídicas en donde la imagen de la persona “vestido de amarillo, encadenado, encarcelado y que los medios lo exhiben como presa de una cacería no dice otra cosa que dicho hombre ya ha sido condenado”[10].
El lawfare no supone que quienes representan proyectos políticos de izquierda son inmaculados bastiones de la probidad y transparencia o la vanguardia organizada del pueblo. Los modos en que actúa la política en los procesos judiciales ya no responden a los parámetros de persecución política que conocíamos, porque ha variado el orden sensible del proceso judicial. Operan en la sutileza de la imagen del imputado y su ingreso esposado a un centro penitenciario repetida con un determinado tono de series de TV tipo CSI. Operan en el trato desigual justificado en reiteradas referencias sobre la neutralidad política del proceso.
Pero el caso de Daniel Jadue muestra un cambio estético que refiere a una mutación mayor del proceso judicial: su despolitización.
Desplazando el propio proceso judicial que se pierde en la operación mediática, el régimen de visibilidad del espacio público judicial es colonizado por los medios de comunicación masivos que subsumen las formas de racionalidad jurídica a la racionalidad instrumental, lo que lleva a una despolitización de la esfera jurídica al transformar el proceso judicial en un espacio de consumo.
No existe un Tribunal. Existe un mall como el que construyó Horst Paulmann.
Se impone otro régimen de visibilidad del proceso judicial. Vuelve el escándalo y la luz a repartirse de modo distinto. Ni a los debates, ni a la sentencia, ni a la ejecución de la pena. La prisión preventiva cede su institucionalidad a una naturaleza mediática performativa que adelanta la culpabilidad antes de la condena.
Por Sofía Esther Brito, escritora e investigadora en derecho constitucional, y Juan González, abogado, magíster en derecho constitucional y en estudios culturales latinoamericanos.