"La ciénaga": cuando la decadencia huele a humedad
Una de las artes más olvidadas en nuestro tiempo, a medio camino del ostracismo por razones científicas pero que entierra su vertiente folclórica, es la catoptromancia. Definida en crudo como la adivinación por medio de espejos, acaso herramientas de revelación y llave mística a otras realidades, tiene su origen en la Grecia clásica, donde sus supuestas verdades eran tratadas como oráculos. De hecho, tenía tanto arraigo la tradición que los romanos la continuaron y extendieron, legándonos hasta nuestros días el uso de «especular» como verbo vivo para hablar de aquello que aún no es (pero bien podría serlo).
Quizá, la mejor especuladora del cine contemporáneo, capaz de hablar de aquello que no es pero será y hábil para retratar aquello que ya es, pero pronto podría dejar de ser, es la directora argentina Lucrecia Martel. La responsable de la reciente «Zama» (2017) o la celebrada «La mujer rubia» (2008) debutó en 2001 con «La ciénaga», un húmedo y pegajoso retablo costumbrista que la acercaba a su propia crianza al norte de Argentina, allá donde se mezcla el complejo de superioridad perenne de un país que lleva décadas en decadencia con los primeros atisbos de una selva que se va volviendo más verde y asfixiante según nos vamos acercando al ecuador. Es en ese contexto de calor insoportable, precisamente, donde Martel hace una especie de examen de conciencia y recuerda sus veranos familiares cruzando dos ramas de una misma familia: una rica, acaudalada pero rota, productora de pimientos; y una más sencilla, pobre pero empeñada en no dejarse derretir por el estío salteño.
Las gotas de sudor
Lucrecia frente al espejo, es decir, «La ciénaga» (que en nuestro país se puede ver actualmente en Filmin), es también una película fundacional para aquello que convenimos en llamar Nuevo Cine Argentino y que, como el español en su momento, agrupa a cineastas y realizadores de lo más variopintos. Todo pasa por el estudio de la sociedad argentina posterior a la crisis económica de principios de este siglo, el llamado «corralito», y las consecuencias socioeconómicas que ello tuvo sobre la población. Por eso, cuando a Martel le interesa separar la vida de las dos familias que acabarán coexistiendo en paralelo lo hace a través de la luz: en la hacienda pudiente todo son espacios abiertos, la piscina recluta a sus usuarios como moscas yendo a la inmundicia y el calor se entiende como una molestia aplacable con la pura ociosidad; en cambio, cuando nos trasladamos a lo paupérrimo, la luz tiene un carácter casi aspiracional, siempre superior y por momentos lisérgico, algo que va pegado a ese calor que se vuelve insoportable por las cargas que implica, bien sean laborales o del cuidado infantil.
Es ahí cuando el personaje interpretado por Mercedes Morán, diva incomparable del cine argentino, se vuelve una especie de jefe final de un filme que, por otra parte, parece discurrir como gotas de sudor por la frente, abriéndose y haciéndose grande en su recorrido pero no yendo a ninguna parte en concreto. Tali, la matriarca indeseable del clan, no solo trata con desprecio a sus hijas adolescentes sin soltar la botella de vino, sino que además se vuelve voz del racismo intrínseco de toda una clase social contra la gente que les prepara la comida o les limpia la casa.
Banal, a veces génerica y por momentos insulsa incluso, lo que podría llegar a desesperar a los ojos acostumbrados a explosiones y persecuciones, «La ciénaga» termina siendo el espejo definitivo de una sociedad y un momento concretos de la historia de Argentina que, sin embargo, encuentran su eco universal en cualquier sociedad capaz de verse reflejada en la decadencia. Por momentos, la película parece devolvernos una imagen nítida sobre lo que es llegar a viejo; a veces, sus tonalidades evocan la pérdida de facultades –sociales o económicas–, y, en todo, momento, y quizá el gran triunfo del filme, la película establece un juego diabólico entre la podredumbre familiar del núcleo que estamos viendo desintregrarse y el nuestro propio que, para mejor o peor, puede rimar consonante.
El verano, no en vano la época en la que más salen a flote nuestras diferencias y más divorcios se terminan de sellar, es aquí solo una excusa para que Martel nos lea el futuro y nos pregunte qué es lo que queremos ver, hacia dónde, en realidad, queremos dirigir las gotas de sudor de nuestro trauma familiar particular. Las cigarras, la piscina y esas verbenas de pueblo por las que acabamos transitando en la película –y en la vida– son solamente el decorado para plantear una tesis más sesuda: la familia no se elige, pero sí se tiene que aprender a lidiar con ella.