El control de las inmunidades del poder
En mis clases de Derecho Administrativo, hago referencia a una intervención del primer ministro inglés William Pitt ante el Parlamento en 1760: “El hombre más fuerte puede, desde su choza, desafiar todas las fuerzas de la corona... Su choza puede ser frágil, con techo poco estable… el viento puede pasar por ella; las tormentas pueden entrar, pero el rey de Inglaterra no puede entrar. Todos sus ejércitos no se atreven a cruzar el umbral de la casita destrozada”.
Pitt alardeaba del sistema de control del poder que en aquel momento el derecho inglés había desarrollado en la carta magna e incluso siglos antes.
Destaco a mis alumnos la necesidad de mantener una sana desconfianza ante el poder político y de que la administración debe estar bajo el escrutinio del control de la legalidad, la razonabilidad, la proporcionalidad y el cumplimiento de los fines públicos, que no siempre coinciden con el gobierno de turno.
El control del poder es permanente en las sociedades y no puede ser descuidado ante ningún tipo de gobierno, por más angelical que se diga que son sus orígenes, o por más democrático que pretenda ser. La tentación del abuso de las potestades públicas y la corrupción hace que la institucionalidad no deba ceder en el control ex ante y ex post de quienes transitoriamente gobiernan.
El título de este artículo no es ni original ni gratuito. Nace de una conferencia de Eduardo García Enterría en la Facultad de Derecho de la Universidad de Barcelona, en 1962, y responde a su convicción respecto a la necesidad de mecanismos procesales ágiles y razonables, capaces de exigir a la administración su sometimiento a la ley cuando su actuar sea contrario al principio de legalidad o lesione derechos subjetivos o intereses legítimos.
La jurisdicción constitucional y la contenciosa administrativa son las llamadas a ejercer este necesario pero ingrato papel. Desde el uso de medidas cautelares para la tutela temporal de derechos hasta la decisión de fondo, se contribuye a enderezar la actuación pública a la legalidad, impedir que se materialice un daño y hacer que el imperio de la ley se imponga sobre la voluntad desnuda, y muchas veces unilateral y caprichosa, del gobernante.
Por eso, es evidente que la función jurisdiccional que controla el poder generará fricciones y molestias con los afectados, ya sean los gobernantes o sus aliados, o beneficiarios de políticas públicas o de “oportunidades” en las compras estatales. Esta reacción es lógica y natural. Lo que debe llamar a cuidado y reflexión es la forma en que, en determinados casos, los poderosos no tienen la madurez ni el civismo para inclinarse ante la legalidad que puede afectar sus intereses —legítimos o ilegítimos— y recurren al insulto, la descalificación y hasta las amenazas contra quienes los controlan, como los jueces.
En tiempos difíciles, la aceptación del mandato de la ley expresado por los jueces se torna más difícil, peligroso y difícil de comprender para el común de la gente. La desidia, la corrupción y la falta de capacidad administrativa comúnmente se trasladan al Poder Judicial, y esto se refleja en las redes sociales, los políticos, los empleados del gobierno ansiosos por mantenerse en el poder, y algunos interesados en migajas de influencia.
Si bien incomprendido, el derecho a la legalidad y la necesidad de una justicia objetiva e independiente, segura y respetada, deben ser entendidos hoy como necesarios baluartes del sistema democrático, con todas las falencias que sus operadores puedan presentar.
El ejercicio legítimo del poder es necesario; con el poder se construye, se tienden puentes y deriva de la voluntad del pueblo que decide al final ir a las urnas. Pero el poder aparenta, manipula y compra conciencias. Y, frente a lo anterior, podría ser que la decisión jurisdiccional sea impopular o inoportuna.
Es en esos momentos cuando no se puede ceder en el control de las prerrogativas del poder ni aflojar en el cumplimiento de las obligaciones que la Constitución Política impone al Poder Judicial. Al fin y al cabo, nadie, absolutamente nadie, debe ni puede estar por encima de la Constitución y la ley.
El autor es abogado especialista en derecho del trabajo y la seguridad social.