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Июль
2024

Los que les seguimos necesitando

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En los días del Moncada y los que vinieron después, aparecían tan juntas, con la misma expresión severa, con la idéntica gravedad en el rostro, que cualquiera tendría el derecho a pensar que eran hermanas. ¿Lo eran?

Con Melba y Haydée, la vida evidenció la fuerza de los hechos. Está la familia biológica; pero se halla, también, la otra: la que aparece con el pasar de los días y los sufrimientos. La que se pone a prueba, y no con las palabras. Ahí aparecen los verdaderos hermanos. Ahí surgieron Melba y Haydée.

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Entre las tantas imágenes del Moncada, una de las que sobrecoge es la de estas dos jóvenes combatientes. Se dice que esa foto se tomó pocas horas después del asalto. No todos los participantes habían sido capturados y no todos estaban identificados.

La carnicería había comenzado, pero todavía no mostraba su plenitud. Aún no se escuchaban los alaridos, ni los golpes, ni el olor a sudor y sangre que se adueñó del recinto. Dicen que esa foto las salvó. Que al publicarse la imagen, se mostró la prueba de que no habían muerto en combate, como después se dijo de otros.

Lo que sí hay en el rostro de ambas es incertidumbre. Tal vez miedo. Sí, miedo, ¿por qué no? En lo más profundo, localizado en la célula más ignota del cuerpo, allí donde nace ese frío que paraliza las piernas. La propia Melba lo reconoció en una entrevista con la documentalista Estela Bravo. «El miedo siempre está ahí», dijo.

¿Se olvidan los puristas de la Historia, los infantiles que cuidan del pasado, que la valentía sin el miedo no puede existir, y que se es valiente por la capacidad de dominar el miedo? Los hacedores de blancos y negros, los limpiadores de matices, los guapetones de reuniones y buró, deberían volver la mirada a la vida de esas dos mujeres para descubrir el verdadero sentido del valor. Y también el de la justicia.

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La fecha, con precisión, no se conoce. O, quizá, no se ha hecho tan pública. Las evidencias, en cambio, apuntan a que el punto más alto del terror apareció sobre el 28 de julio de 1953.

Parece que ya se había perdido la noción del tiempo y durante horas lo único que se escuchó eran los gritos y los golpes. Mucho tiempo después, mientras conversaba con la documentalista Estela Bravo, Melba trató de reconstruir los hechos y de pronto dijo: «A mí no me gusta hablar de esto». Y paró.

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Un sargento entró a la celda y le dijo a Haydée que a su hermano Abel, para que no se creyera guapo, le habían sacado un ojo. Y se lo enseñó. Luego habló del novio de ella, Boris Luis Santa Coloma. Le dijo que lo estaban castrando.

Por un momento pensaron que lo que escuchaban era mentira, y que no todos estaban muertos. Al cabo de unas horas, las sacaron de las celdas para conducirlas por unas escaleras, camino a los sótanos del cuartel.

Se tomaron de las manos. Al llegar, las esperanzas se perdieron. En el piso estaban los jóvenes ensangrentados, hechos unos bultos, unos encima de los otros. Ni Melba ni Haydée dijeron una palabra. No hicieron un gesto. No derramaron una lágrima.

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Dicen que los guardias se desesperaron porque las mujeres no hicieron nada. ¿Es que eran insensibles? Quizá no se dieron cuenta de la sangre en las muñecas. Ellas se apoyaban, una en la otra, y la tensión era tan grande que se encajaron las uñas. A ese dolor, que se mantuvo en el tiempo, debería añadirse un detalle. Aquella fecha, aquellas jornadas, eran los días del cumpleaños de Melba. Su cumpleaños número 32.

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¿Cómo salir de ese infierno sin convertirse en monstruo? ¿Cómo ver el fondo más oscuro de la condición humana, sentir su aliento de inframundo y después salir arriba, a la luz, sin el alma llena de odio? ¿Cómo sufrir tanto y no terminar en el resentimiento? Ese drama, que desde afuera parece lleno de épica, en los
momentos de intimidad se revela con una dureza terrible. Y, a veces, el desafío mayor, la rebeldía más grande a esa oscuridad, es tomar un camino que muchos en ocasiones no llegan a comprender.

Esa misma tragedia interior la conoció José Martí en el Presidio Político. De ahí pudo salir un fanático. En cambio, de la cárcel emergió un hombre de cuerpo menudo que convocó a la guerra sin odios. Como lo hicieron Melba y Haydée.

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«Hay esos momentos en que nada asusta —contó Haydée—, ni la sangre, ni las ráfagas de ametralladoras, ni el humo, ni la peste a carne quemada, a carne rota y sucia, ni el olor a sangre caliente. (...) Hay ese momento en que todo puede ser hermoso y heroico. Ese momento en que la vida, por lo mucho que importa y por lo muy importante que es, reta y vence a la muerte. (...) Y hay ese otro momento en que ni la tortura, ni la humillación, ni la amenaza pueden contra esa pasión que nos trajo al Moncada».

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Haydée decidió partir a la eternidad también un 28 de julio, pero de 1980. Resistió casi 30 años. Poco después de su muerte, el escritor Eduardo Galeano la recordó con estas confesiones:

«Me impresionó, eso sí recuerdo, como una mujer muy fuerte y muy sensible a la vez. Alguien que escondía alguna secreta fragilidad y que, sin embargo, era capaz de mucha fortaleza, de mucho brío. Siempre la admiré, aunque no llegué a conocerla a profundidad. Y creo que esa fundadora, esa fundadora de la Casa de las Américas, hizo más por el descubrimiento de América que todos los conquistadores juntos».

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De Melba Hernández quizá se ha hablado menos. Haydée se conoce más por su trabajo en la Casa. Impresiona saber que una mujer con certificados de escolaridad a nivel básico, al menos en los primeros años de la Revolución, fuera capaz de unir a intelectuales de primera línea en un proyecto continental.

Lo que no se dice es que detrás de esa menuda figura se escondía una pasión huracanada, que la hacía leer libros a una velocidad increíble, preguntar, escuchar, proponer, darle paso a la franqueza. No resulta casual, entonces, que Haydée se convirtiera en una barrera para los heraldos de la grisura cuando, a inicios de la década de 1970, estos quisieron dictaminar los cinturones de castidad del pensamiento.

El Movimiento de la Nueva Trova, tan enaltecido hoy, debió enfrentar no pocas incomprensiones en sus inicios. Y entre embates y embates, entre suspicacias más públicas o privadas, allí estuvo Haydée Santamaría en defensa de unos jóvenes que querían hacer su Revolución.

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La razón de esa actitud estaba en una posición: el apego a la justicia. De ahí a la rebeldía, hay un paso. También era la actitud de Melba, porque esa era la ética del Moncada, la que las conducía a la renunciación; a correr los peligros más grandes a cambio de la satisfacción de hacer el bien.

¿Qué hizo Melba bajo la discreción de la diplomacia? ¿Cuántos secretos pasaron por sus manos? ¿Cuántas suspicacias trascendió y, como Haydée, cuántas voluntades fue capaz de unir?

Se menciona, casi de pasada, su condición de diputada a la Asamblea Nacional del Poder Popular. Pero no se ha dicho lo suficiente; como que Melba en los años más duros del período especial estaba al tanto de los problemas más complejos de las comunidades que debía representar. Barrios difíciles, barrios con carencias, barrios con personas que buscan una cotidianidad sin tantas dificultades.

Tampoco se dice mucho que ella estaba ahí a pedido de Fidel. Ella, en esos lugares, sin decirlo, sin alardear, era los ojos y oídos de Fidel. También su palabra y corazón. Todavía queda mucho por decir sobre ella. Y también sobre Haydée; y hay que decirlo. Se lo debemos, porque a las dos las seguimos necesitando.