Franceses, esos malhumorados que aún luchan por la igualdad
Francia es un país de enfurruñados, de “italianos malhumorados’, como los definió Jean Cocteau, de ciudadanos poco dados a la amabilidad, en especial los parisinos. Pero es a la vez un país en el que el espíritu rebelde se cultiva ya en la escuela y en el que el peso del Estado le sitúa entre las naciones más igualitarias de la Unión Europea.
Uno de los mejores retratos de la sociedad francesa es el que acaba de publicar el periodista Lluís Uría. Se titula ‘Por qué amamos a los franceses (pese a todo)’. Editado por diëresis, el subdirector de La Vanguardia y excorresponsal en París durante casi una década, analiza con datos y testimonios los cambios demográficos y sociales así como los principios republicanos que todavía rigen en Francia. Historia y presente que le permiten radiografiar un país tan cercano físicamente como desconocido.
Uría argumenta cómo más allá de las percepciones distorsionadas, el francés no es el ciudadano más afable que uno pueda encontrarse. Recuerda que en los años 20, Josep Pla, siendo entonces corresponsal de La Publicitat destacaba la falta de confraternización de los parisinos, un comportamiento que un siglo después sigue siendo igual, un tipo de cortesía que calificó de “fría y externa”. También la descripción que el escritor catalán hizo de los franceses sirve todavía hoy. Eran y son protestones, descontentos y críticos.
Son protestones porque les enseñan a serlo y eso es bueno porque se vincula la formación académica al estímulo del espíritu crítico. Puede llegarse hasta la Ilustración y sus pensadores, de Descartes a Voltaire, situarse en la Revolución Francesa o recordar que Napoleón introdujo la Filosofía como asignatura obligatoria para buscar una explicación a la importancia que se da (o se intenta dar) al fomento de la reflexión ya desde la escuela. A este lado de los Pirineos sorprende que la Filosofía forme parte de programas exitosos en France Culture o desde hace un tiempo también en formato de podcasts, pero es un elemento diferenciador de un país en el que el índice de lectura duplica el de España.
El mitificado mayo del 68, los adoquines, la playa y todos los tópicos, nunca constituyó un movimiento revolucionario. Uría cita al geógrafo y académico Jean-Robert Pitte, rector de La Sorbona entre el 2003 y 2008 y que estudiaba en esa misma universidad durante la famosa revuelta, cuando la define como un “movimiento de niños bien”. Que no fuese tan radical como se ha querido transmitir no significa que no dejase legado. “Inoculó nuevos aires de libertad en la sociedad francesa y consagró su espíritu rebelde”, subraya el autor. Aquellos mensajes de ilusión se han transformado, más de medio siglo después, en enfado cuando no directamente un sentimiento de ira por una parte no menor de esa misma sociedad.
Francia ha aguantado mejor las sucesivas crisis gracias a un modelo intervencionista y al peso del Estado en el mercado laboral. Pero no ha sido suficiente puesto que es un país que lleva más de dos décadas de malestar acumulado, plasmado en episodios que van desde el rechazo a la Constitución Europea, en el 2005, a los chalecos amarillos, los disturbios en los barrios en episodios como el del 2023 o las protestas masivas por el retraso en la edad de jubilación.
El desasosiego se ha traducido en un auge paulatino de la extrema derecha hasta convertirla en ganadora en votos, que no en escaños, en las legislativas de este julio gracias al sistema electoral de doble vuelta y al cordón sanitario aplicado por una candidatura unitaria de las izquierdas y por el macronismo.
La haine (El odio), una película de 1995 abrió los ojos a muchos franceses. Vieron a tres jóvenes, un judío, un árabe y un negro, a los que la sociedad no tenía nada que ofrecer más allá del fracaso. Comprobaron cómo es el barraquismo horizontal que se levantó en la década de los 60, barrios en los que se calcula que viven más de cinco millones de franceses. La integración, que funciona en otros puntos del país, ahí es evidente que ha fracasado.
“De los problemas y la gente de los suburbios no se llega ni a hablar, es como si no existieran. Es un ángulo muerto”, describe Dolores Bakèla, una periodista parisina de origen congoleño a quien Uría recurre en uno de los capítulos dedicados a explicar cómo la docena de planes urbanos que se han aprobado en las últimas décadas para mejoras en estos barrios no han servido para revertir su situación. Probablemente porque solo con rehabilitar los edificios y adecentar las calles no basta. A las puertas de esos bloques sigue habiendo miles de jóvenes sin nada qué hacer. En algunos de esos barrios la degradación ha llegado a un punto en que por no haber no hay ni reivindicaciones. Tan solo tensión y resentimiento. Por eso los activistas que trabajan en estas zonas reclaman a las administraciones una respuesta global.
Estos días en los que una parte de España parece haber descubierto su diversidad a través de la selección de fútbol es pertinente recordar que en Francia se vivió un fenómeno parecido el 12 de julio de 1998, cuando su selección se convirtió en campeona del mundo al vencer a Brasil. Las calles se llenaron de celebraciones para festejar la gesta de Zidane, Lilian Thuram o Laurent Blanc, entre otros. Uría recuerda como el grito que se escuchaba era el de ¡Black, blanc beur! como expresión de pluralidad (negro, blanco, árabe) vinculándolos a los colores de la bandera francesa (bleu, blanc, rouge). “Aquel sentimiento de unidad, sin embargo, fue un espejismo. Con el tiempo vendrían las pitadas contra el himno francés en los estadios por parte de la población de origen magrebí y las críticas de los sectores de la extrema derecha a una selección en la que ven ‘demasiados negros”, señala el periodista.
Sirva el ejemplo francés para alertar de que no basta con aplaudir a los hermanos Williams o descubrir la Rocafonda de Lamine Yamal. Aquí también hay que invertir en educación pública, servicios sociales y en dignificar muchos barrios periféricos. Felicitarse de las gestas de Yamal y Williams mientras muchos ayuntamientos retrasan o niegan el empadronamiento sin razón alguna a migrantes, muchos de ellos con contrato de trabajo, es de una hipocresía evidente. Sin padrón no hay acceso a la educación o la sanidad. Es así cómo se invisibiliza una realidad que muchos ciudadanos prefieren no ver. A otros incluso les parece bien. En Francia no bastó con goles para frenar a la extrema derecha. Y aquí tampoco.