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Июль
2024

Anne Dacier, pluma helenista y filósofa

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Cuando la escritora Virginia Woolf afirmó con perspicacia que «en la mayor parte de la historia, Anónimo era una mujer», estaba revelando una verdad inquietante: la historia estaba enterrando vivas a mujeres excepcionales, convirtiéndolas en desconocidas. Sin embargo, en el ámbito de la traducción, comenzaron a firmar sus ediciones con su nombre real desde el XVI, abandonando el uso de pseudónimos masculinos. Un siglo más tarde, la renombrada helenista Anne Dacier enfrentó críticas del mismísimo filósofo alemán Immanuel Kant. Según él, las mujeres solo debían ser bellas y «usar ese atributo característico de su propio sexo […] en el que basta una mirada burlona para sumirlos en mayor confusión que la más difícil cuestión científica».

Anne Le Fèvre Dacier nació alrededor de 1647. Se crió en un pueblecito llamado Saumur, en el Loira francés, donde su padre ejercía como profesor de lenguas clásicas. Una de sus alumnas fue su propia hija, que aprendió rápidamente latín y griego. Anne demostró una habilidad precoz para la traducción de los clásicos al francés.

A lo largo de su vida, Anne estuvo casada dos veces con figuras masculinas que estaban conectadas a su padre. Primero, en 1664, con el editor Jean Lesnier II, matrimonio adolescente que se deterioró tras la muerte prematura de su hijo tres semanas después de nacer. Su segundo marido fue el también traductor de obras clásicas André Dacier, uno de los estudiantes de su progenitor. Se casaron en 1683. Tras la muerte de su padre en 1674, Anne se trasladó a París y comenzó a trabajar en los encargos que le mandaba Pierre-Daniel Huet, tutor del delfín francés y futuro obispo de Avranches. Huet era el editor de la prestigiosa colección del delfín centrada en los clásicos y dedicada a entretener y educar a la corte.

La primera traducción publicada de «Madame Dacier» fue una edición de Calímaco en 1674, que recibió la aclamación de sus contemporáneos. Sus traducciones de clásicos como Publio Annio Floro, Plauto, Aristófanes y Terencio la convirtieron en una celebridad al popularizarse fuera de la corte elitista para las que habían sido diseñadas. Este éxito la llevó a que en 1679 fuese invitada a unirse a la prestigiosa Academia de Ricovrati en Padua, Italia. Once años después, el escritor francés Gilles Ménage dedicaría su «Historia mulierum philosopharum» («Historia de las mujeres filósofas») a Anne como «la mujer más erudita que existe y que nunca fue», subrayando una más de esas injusticias históricas con el género femenino que han quedado sin reparación.

Su obra celebérrima fue la traducción al francés de la «Ilíada» de Homero en 1699, seguida por la «Odisea» en 1708. Estas traducciones fueron consideradas como fieles epopeyas y, a la vez, elegantes ejemplos de prosa francesa que ayudaron en parte a desatar la famosa «querelle des anciens et des modernes», una disputa sobre los méritos de la literatura clásica frente a la contemporánea (no confundir con la «querelle des femmes» en la que intervino Christine de Pizan y ya se ha tratado en esta sección). La pasión por esta disputa hizo que Antoine Houdar de La Motte publicase su propia versión de Homero (¡sin conocer el griego antiguo!) en 1714, alterando radicalmente el texto para adaptarse a lo que él consideraba un texto acorde a los modernos. Anne respondió con su tratado «De las causas de la corrupción del gusto», una defensa apasionada de la antigüedad que criticaba la traducción de La Motte y una declaración de lealtad a Aristóteles sobre cuestiones artísticas. La disputa se cerró cuando Claude Buffier publicó la obra «Homère en arbitrage», reconociendo que ambas partes coincidían en que Homero era uno de los mayores genios de la literatura occidental, reconciliando a Madame Dacier y La Motte en una cena el 5 de abril de 1716 en la casa de Jean-Baptiste-Henri de Valincour, donde ambos brindaron por la salud de Homero.

Sus últimos años como figura pública, eso sí, estuvieron marcados por las sombras: su hija Henriette Suzanne murió con apenas 18 años y a Anne se le paralizó la mitad del cuerpo por una hemiplejía, ya en 1720. Murió el 17 de agosto de ese mismo año.

Madame Dacier no fue la primera ni la única traductora ilustre. Desde Marie de Cotteblanche, Anne Bacon, Lucy Hutchinson, Ellen Francis Mason, hasta Clémence Royer, muchas traductoras han ayudado a que conozcamos a grandes pensadores de los tiempos clásicos. Estas mujeres abrieron puertas al conocimiento, haciendo accesibles las grandes obras de la humanidad en los idiomas contemporáneos. Gracias a ellas, las barreras del idioma se desvanecieron y, con eso, favorecieron a difundir el pensamiento a lo largo de la Historia.