Rafael Narbona: «El pesimismo daña la salud; la esperanza es signo de lucidez»
La vida es frágil. No necesita más que un brevísimo instante para provocar un cataclismo. El filósofo Rafael Narbona (Madrid, 1963) tenía ocho años cuando vio morir a su padre de un infarto de miocardio en la sobremesa de un 2 de junio. Exactamente el mismo día, diez años más tarde, su hermano se suicidó, sumiéndole en una larga depresión. Durante años sintió el dolor «como una aguja que escarbaba bajo su piel». Nacer o morir eran solo dos pasos irrelevantes en una danza igualmente irrelevante. Hasta que escuchó una música callejera de Bach en Callao que le impulsó a buscar en la ingente biblioteca familiar un sentido para su vida. Y encontró una serenidad desconocida. Primero en Spinoza y después en otros grandes autores. El fruto es «Grandes maestros de la felicidad», un libro, el séptimo, que exalta la vida enhebrando su propia biografía con las grandes corrientes filosóficas.
¿La filosofía le sanó?
Durante años viví como un lastre tanta pérdida. La psiquiatría no me sacó de ello y tanteé la respuesta en autores que no tuviesen un sentido trágico. Me enseñaron que la esperanza es signo de lucidez, que el pesimismo es malo para la salud y que nada es comparable al asombro de vivir.
El cerebro humano, que sobrevive a tanta adversidad, ¿no está programado para la felicidad?
La vida en sí es la base de una existencia dichosa. Solo necesitamos herramientas válidas. Yo he podido encontrar el placer y, a veces, destellos de felicidad.
Pero llegó a renegar de la vida.
Renegar de la vida, afirmar que es absurda y que solo hay furia me parece el mayor fracaso de la inteligencia humana. Reeduqué mis emociones gracias a los grandes maestros de la felicidad que cito en el libro. Autores como Etty Hillesum, una joven judía con una rica vida espiritual y una fe inquebrantable que murió en Auschwitz. Leí su diario por consejo de un sacerdote y fue un faro en medio de las tempestades. Después del renacer de mi vida interior, soy optimista.
¿Es necesario creer en Dios?
Estamos vinculados a un Dios. Es necesario creer en él y en la inmortalidad del alma. Si no, desembocamos en la nada. Aunque perdí la fe en la adolescencia, tengo una gran inquietud espiritual. Hay algo más allá del hecho de morir. Tiene que existir una forma de reparación, de restañar heridas. Quizás sea un ingenuo, pero no descarto la posibilidad de una vida eterna.
¿Qué nos hace dichosos?
La amistad aristotélica y el amor.El ser humano fue expulsado del Edén por amar poco. No concibo falta más grave. El paraíso está en la tierra, pero alteramos su equilibrio y destruimos su belleza cuando nos olvidamos de amar. Vivir es una rutina; amar, como dijo Erich Fromm, un arte. No hace falta talento ni arrebato romántico, sino delicadeza. Cuidar a mi madre con alzhéimer fue una oportunidad de crecer como ser humano. La tristeza pasa, pero el amor deja una huella profunda. Es lo último que aprendí de ella y no necesitó palabras para enseñármelo. El cuidado de los otros nos dignifica. En mi próximo libro, «El arte de cuidar», abordaré todo ello.
¿Qué hay del amor a sí mismo?
Es la base de la felicidad. Erasmo de Róterdam, en «Elogio de la locura», dice que no es posible vivir sin autoestima y que, si hay que elegir, el narcisismo es una opción más inteligente que la modestia. El amor a uno mismo es la sal de la vida. Sin él, Valle-Inclán no habría escrito con tanto aplomo.
¿No deriva en egoísmo?
El individualismo es otra cosa y nos empuja a la infelicidad. El gran drama de Occidente es cerrar los ojos a la tragedia de los conflictos actuales o a la soledad de los mayores. La soledad solo la soportan los dioses y los locos.
¿La filosofía es protectora?
La sobreprotección es una forma de agresión, pues mantiene al individuo en una minoría de edad artificial. Es mejor luchar a la intemperie que dormitar en una jaula de oro. Cuando proyectaba a mis alumnos «El show de Truman», me sorprendía gratamente que ellos escogían siermpre la libertad.
¿La felicidad es siempre una aspiración noble?
Mal entendida nos produce insatisfacción. Spinoza nos mostró que no hay nada más útil para un hombre que otro hombre. Deberíamos invertir en afectos y olvidarnos de esa otra riqueza sin cortapisas que fomenta la codicia. Sócrates, un samurái de la sabiduría, nos enseñó que lo esencial es la vida interior, no el poder, la belleza o la prosperidad económica. Su mensaje ha sobrevivido 2.500 años.