¿Y quién paga las pensiones de los 24 millones de migrantes?
Hace unas semanas, conversando con dos amigas sobre el futuro de sus madres, ambas marroquíes, me contaban cómo ahora atisbaban las consecuencias de los años en los que sus madres trabajaron sin contrato de trabajo. Al ser migrantes, sus empleadores no regularizaron su situación, ellas continuaron ante la falta de información o alternativas, el tiempo pasó y ahora, casi en edad de jubilación, el único horizonte es dejar de trabajar cuando ellas decidan, pero sin cobrar un sólo euro de pensión. Lo que al final repercute en sus familiares, en este caso mis amigas, que ya asumen que tendrán que hacerse cargo de ellas en un futuro cercano.
Cuento esta historia después del 1 de mayo y a raíz del último informe del Banco de España que apunta a que se podrá garantizar la sostenibilidad de las pensiones hasta 2053 si, entre otras medidas, llegan en los próximos años más de 24 millones de migrantes en edad laboral. Llevamos años escuchando este discurso: aquel que pide migrantes útiles para seguir engrosando el sistema productivo, mantener con su esfuerzo principalmente en el sector primario y el de los servicios para, como fin último, pagar las pensiones de los más mayores.
Al mismo tiempo hay medio millón de personas que no pueden contribuir a ese sistema en igualdad de condiciones por no tener papeles, porque así lo decide el Estado aunque haya una propuesta de regularización con gran respaldo social sobre la mesa. Es una contradicción permanente de un sistema que quiere consumir cuerpos migrantes para su sistema productivo a la vez que aprueba pactos como el último en Europa que convierten las fronteras en muros infranqueables y legales.
Es el camino que lleva a la mentira de migración ordenada: la que busca que los migrantes (tras años de sufrimiento), trabajen en los sectores que las empresas deciden, en condiciones peores que el resto y sin rechistar. Y que al acabar sus horas de trabajo desaparezcan hasta la siguiente jornada laboral. Así durante años para que, cuando los cuerpos estén cansados y desgastados, vuelvan a sus países y envíen a sus hijos a seguir alimentando la rueda.
Por eso, cuando se habla de aplicar una mirada antirracista a las políticas públicas, se habla de solucionar cuestiones como las siguientes: ¿el futuro de las pensiones tiene en cuenta a las personas migrantes? ¿Cómo se va a garantizar el retiro de quiénes fueron víctimas de un sistema económico que aprovechó las ventajas de la exclusión migratoria? ¿Quién va a cerrar la brecha de género de las mujeres migrantes? ¿Existe algún plan más allá de que cuando cumplan 65 años vuelvan a unos países de origen que tal vez no han pisado en décadas?
La lógica de la jubilación como si fuera un privilegio, y no como un derecho, azota con más virulencia a las personas migrantes. España sigue viéndoles sólo como mano de obra prescindible, al servicio de los sectores en los que los españoles no quieren trabajar o como tabla salvavidas de los jubilados españoles. Queda camino para el reconocimiento de las personas mayores migrantes como vidas a las que debemos cuidar y garantizar sus derechos con unas jubilaciones en igualdad de condiciones.
Desde pequeño en casa siempre escuché a mis padres y a toda la gente a su alrededor que se jubilarían en Gambia. Que su estancia en España tendría un principio y un final sin la muerte como mediadora. Siempre pensé que aquello venía de la nostalgia y del deseo de una prodigiosa vuelta a casa para descansar allá lo que no pudieron acá. Ahora, con esa profecía más cerca de cumplirse, no tengo claro que vuelvan a Gambia y que no pisen España mientras sus hijos y nietos crezcan aquí. Cuando han pasado más tiempo de su vida en esta tierra que en las que les vieron nacer.
Pero sí tengo claro que, en parte, esa vuelta simboliza más el regreso a un lugar donde todas las dimensiones de su vida, con sus contrastes y nuevos retos, estuvieran reconocidas, sin esperar a cambio que sostengan eternamente a quienes ni siquiera pensaron en su futuro.