Claudio Isaac: de regreso al sueño
Cuando muere un amigo, una parte de nosotros se va con él. Puede sonar a lugar común, pero así sucede. Con cada pérdida morimos un poco. En este sentido, 2024 ha sido un año difícil desde el inicio y ahora que está por terminar me golpea de nuevo llevándose a un querido amigo y compañero de batallas. Coincidí con Claudio Isaac en Canal 22, donde producíamos programas para la televisión cultural. Recuerdo su andar pausado, la sutil cadencia de su voz, una mirada cándida. Era una presencia solar aun cuando lo traspasaba una herida con la que habría de lidiar buena parte de su trayecto. “He llevado conmigo una carga de aflicción y culpa, de escrúpulos y cavilaciones que me han impedido sonreír con total frescura ante la vida misma, y beber de ella felizmente”, escribió.La figura del padre, Alberto Isaac, campeón nadador, cineasta con once arieles, talentoso dibujante y dueño de una personalidad avasalladora, fue determinante. En contraste con aquel personaje triunfador, a Claudio lo caracterizó, como decía, el “apocamiento y franco temor a la aventura de la vida”. Fue el hijo único que acompañó a su padre a las filmaciones. A los 22 años ya estaba dirigiendo su primera película, Crónica íntima, con Diana Bracho, Pedro Armendáriz, Arturo Beristáin y Helena Rojo, de la que también escribió el guion. Se educó al lado de figuras intelectuales como Octavio Paz, Luis Buñuel, Carlos Fuentes, Jaime Sabines, Abel Quezada, su tío, entre otros. De algunos dejó testimonio en documentales, un género audiovisual que cultivó por muchos años.Claudio también fue hombre de letras, con varios libros publicados entre poesía y narrativa. Ahí, en la escritura, logró saldar cuentas y deshacerse de los fantasmas y demonios que convivían con él. En Luis Buñuel: a mediodía narró su relación con el cineasta español: “De esa amistad entre un sabio desafiante de casi ochenta años y un aprendiz desgarbado de quince” surgiría un retrato vívido de Buñuel, acaso el más íntimo que se haya publicado. Cenizas de mi padre fue un trabajo capital, tanto en el plano literario como en el emocional. Fue importante en un sentido catártico, pues ahí describe la despedida final, la ruptura, por fin, de esa unión imbricada. Lo hace a través de un acto colmado de simbolismo. En las primeras líneas del libro Claudio escribe: “Con el brazo en alto, una figura en el mar. La caja de madera maciza que llevo en la mano contiene las cenizas de mi padre. La sostengo en alto, mientras con el brazo libre hago movimientos para avanzar, sumergido hasta los hombros, en un mar oscuro y sin espuma”. Para cumplir el último deseo del padre, Claudio viajó a Colima, a la costa de Cuyutlán, a esparcir sus restos. Debía hacerlo, pidió Alberto Isaac, en el sitio exacto donde nace la ola verde: “Lo dejo aquí a media bahía para que ya no me oprima, que no me haga sombra, que no me exija, que no me pida, que no espere nada de mí, que me deje respirar”.A Claudio el talento le corría por las venas, un impulso que lo llevó hacia distintos derroteros, la poesía, el cine, las artes plásticas. En cada uno se distinguió con una voz propia, un tono melancólico, anhelante, de una frescura casi pueril. En la pintura, que aprendió del abuelo, imaginó paisajes y abrevó de mitos y figuras literarias: Safo, Joyce, Valéry. Su capacidad para captar los rasgos más distintivos de cada rostro recreado —un gesto, una mirada, una sonrisa o la forma de unas gafas— dio como resultado retratos de gran originalidad y, en muchos casos, cargados de humor. Probó el óleo, la acuarela, la tinta, y descubrió que también podía delinear en la superficie de piedras de río. No sé a cuántos personajes dejaría plasmados en esas rocas que fue recogiendo al paso, pero algunos conservamos las caras de escritores, músicos, dramaturgos que regalaba, siempre atento a las afinidades o lecturas de sus seres cercanos. Parte de esa colección se quedó en casa de un amigo común, Ernesto Velázquez. Las de Alberto Moravia y Samuel Beckett, que rescató entre un montón de piedras apiladas en un canasto, me saludan cada día en casa, sobre los estantes del librero.Nuestra amistad, a lo largo de una veintena de años, fue entrañable y plena en proyectos audiovisuales y literarios. Le gustaba reunirse en el café Orquídea, en la Condesa, para intercambiar libros o echar a andar las producciones que haríamos. Entre otras, trabajamos un programa en homenaje a Carlos Fuentes y otro dedicado a José Emilio Pacheco. Tras la publicación de su libro Cenizas de mi padre, me dio una entrevista que se convirtió en un programa para TV UNAM. Ahí queda, en la memoria. No olvido que días después del estreno, llegó de improviso a mi oficina. Había subido los tres pisos de la televisora cargando un cuadro bastante pesado. La pintura, de su autoría, mostraba a una mujer de espaldas mirando el mar. El cuadro me parecía hermoso, se lo había dicho, por la composición, los colores, por su sencillez. “¿Y eso?”, le pregunté cuando lo vi llegar. “Es tuyo”, respondió. Así era Claudio, un hombre sensible y generoso. Era capaz de desprenderse de cualquier cosa con facilidad, incluso de sí mismo. Fue coherente hasta en sus contradicciones y entregado a sus afectos.Vuelvo a esa presencia solar, al hombre luminoso a pesar de todo. Pienso en la figura solitaria que se sentaba a escribir en una mesa austera mientras miraba, a través de la ventana, las buganvilias del jardín en Cuernavaca, su refugio. Allí se gestaron gran parte de los libros que nos dejó y uno de sus más bellos poemas. Con los tres versos finales, me despido: “Hoy no trepida la penumbra/ Me voy por el corredor,/ de regreso al sueño”.AQ